Se dice que los científicos atraídos por la geometría fractal (vocablo que denota un proceso de descripción, cálculo y pensamiento sobre las figuras irregulares, fragmentadas y descoyuntadas) encontraron líneas argumentales y paralelos emocionales entre su nueva estética y los cambios de las artes que propiciaron las vanguardias de este siglo. Para el matemático Benoit Manchelbrot el epítome de la sensibilidad eucliniana, abstracción de las matemáticas, era la arquitectura de la Bauhaus con sus edificios razonados, compuestos por figuras simples, por rectas y círculos. Una creación contundente que puede describirse con pocos números. Claro que tan diáfana perfección puede conducir a un escéptico distanciamiento. Nuestra percepción de la belleza se inspira en la armonía del desorden y el orden. La misma disposición con la que aparece cualquier elemento en la naturaleza.
Un orden excesivo provoca una cierta desazón, intuimos que las medidas euclinianas (largo, ancho, espesor) no alcanzan a describir en su integridad la esencia de las formas irregulares. Científicos como Mandelbrot apelando amatemáticamente a la relatividad han conseguido que apliquemos, a estos anclajes del sistema euclia-niano, el del punto de vista.
Mandelbrot resolvió eficazmente cómo explicarlo en un célebre artículo que tituló “¿Qué longitud tiene la costa de Gran Bretaña?”. Quien mida su longitud desde un satélite, obtendrá una medición diferente a cualquiera que lo recorra a pie y, desde luego, en nada coincidirá con un caracol que se desliza por su guijarros. ¿Qué me dicen de una medición atómica? He aquí un problema de escalas. Aquí podríamos pensar en las celebres muñequitas rusas que se encierran unas sobre otras o citar a Jonathan Swift: “Así, como el naturalista observa una mosa. Tiene moscas más pequeñas que la devoran, y estas otras más minúsculas que las pican, y en adelante hasta el infinito”.
El mundo en su conjunto exhibe su irregularidad regular y nuestra mente no puede visualizar su interminable complejidad. Hay quien dispone de la capacidad de pensar sobre la forma como geómetra de lo finito que siempre acaba por tornarse infinito. Los espacios de cuatro, cinco o más dimensiones abruman la imaginación visual de los topólogos más dotados, pero siempre hay alguien capaz de visualizar las líneas entremezcladas de dirección, los torbellinos de las espirales, los giros retorcidos. La obra de Mandelbrot era una reivindicación del mundo, sus distorsiones sobre el mundo eucliniano que nos gobernaba han acabado por representar la clave de la esencia de las cosas tal cual son.
No es la obra de Ángel Haro el conjunto multicolor generado por ordenador que tan buenos resultados publicitarios dio a mandelbrot cuando lo publicó intentando justificar el nuevo papel de la experimentación en las ciencias exactas, una manera de presentar sus sistemas complejos al público. Ángel Haro es parco, severo utilizando colores, su paleta es franciscana, pero sus formas no. Haro siempre encuadra sus composiciones. Recorta los bordes encerrando lo que hay dentro. Los rectángulos que dispone a lo largo de los límites recrean ese acto tan utilizado por los fotógrafos que con las dos manos crean un recuadro que busca limitar la zona que pretenden fotografiar, el punto de vista. Haro nos sitúa su punto de vista, nos obliga a mirar aquello que quiere. Claro que al centrar nuestra visión podemos preguntarnos, ¿qué estamos viendo algo infinitesimal o, por el contrario, es una representación de un espacio difuso e infinito? Sólo sabemos como espectadores que estamos ante una madeja impenetrable. ¿Es el visor que nos ha creado el artista un audaz telescopio o miramos a través de un microscopio? Frente a su última producción uno puede sentirse “El increíble hombre menguante”. Un individuo que como en la película de Jack Arnold a consecuencia de haberse expuesto a nubes radioactivas comienza a ver disminuido su tamaño progresivamente, de forma que con sus nuevos cambios de escala acaba por descubrir que cuanto le rodea es infinito. ¿Somos como este individuo creado por Richard Matherson (guionista de la película a partir de su propia novela homónima) grandes o pequeños? ¿Cómo debemos interpretar la maraña? ¿Cómo el latir de las galaxias o la omnipresencia de las partículas atómicas?
Ese es el problema del infinito, término ambiguo donde los haya, que o bien se entiende como algo virtual (potencial) que no es ya, pero que va siendo, como la serie de números enteros o las distancias descubiertas por los grandes telescopios o, por el contrario, se pretende como algo actual, ya dado, como hacemos todos al pensar el mundo es infinito, sin llegar a medir el alcance de nuestras aseveraciones. También podemos considerarlo como algo negativo, incompleto, puesto que lo interpretamos como algo indefinido al no conocer sus límites, aunque los hay que estudiando una parte se atreven a deducir su totalidad.
A veces me imagino a Haro pintado en su estudio, pensando frente a sus papeles que otros artistas creaban, al componer sus obras, un ritmo interno que él asocia a la música. De hecho, su pieza central de esta última etapa la ha titulado “Funky Uccello”, porque cree resueltamente que en las obras del italiano hay un ritmo interior marcado, pleno de divertimentos. Piensa en otros cuadros, en otros universos, cuando pinta. Cada nueva obra le ofrece un campo repleto de posibilidades, sólo hay que ver cómo descuartizó La fragua de Vulcano de Velázquez, una obra que en su desmembración se puede interpretar entera o a trozos siguiendo otra cuestión de escalas.
¿Rastrear la totalidad o penetrar en un fragmento? Al fin y al cabo, otros como Blake escribieron “Ver el mundo en un grano de agua”, incluso en el campo de la filosofía Leibniz imaginó que una gota de agua contenía un universo pululante que encerraba a su vez otras gotas de agua, nuevos universos. No sabemos si los cuadros de Haro muestran la nebulosa inquieta del átomo o el polvo discontinuo de las galaxias, pero sí sabemos que recogen nuestra zozobra e incertidumbre ante el misterio de lo desconocido.
Para el libro "Ángel Haro 82/99"
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