–Uán biar, plis... Jau mach?
–Dólar!
El billete cayó a la velocidad de un papel de fumar, y con un valor muy parecido. Aquel tipo de la barra lo arrugó como si tal cosa y lo metió en una caja registradora que parecía una computadora. En la calle todo era negro y silencioso, (incluidos los transeúntes). Sólo los taxis amarillos machacaban sus amortiguadores calle abajo.
Era su primera noche en N.Y. y sin embargo ya la conocía; sólo miraba para confirmar, y esperaba que en cualquier momento Humphrey Bogart entrara enfundado en una gabardina gris manchada de bourbon, se sentara y encendiera un cigarrillo sin boquilla. Aquello no sucedió, así que salió del bar y paseó en sentido contrario a la circulación. De cualquier forma todo era muy raro: aún no había sido asaltado por una banda de negros, el aire era limpio y la ciudad no era ruidosa. Nadie pitaba y los motores silbaban suavemente a su lado. La noche era deliciosa. Fue entonces cuando descubrió el Empire State, iluminado, perdiéndose entre las nubes. No pudo evitar una mueca de asombro casi infantil, mientras el aire fresco penetraba por su garganta. Entendió por vez primera que estaba a miles de kilómetros de su casa y que el Atlántico no era sólo una mancha azul en el mapa. Bajó la vista, miró a su alrededor y se encaminó hacia el hotel, dos calles más abajo. Llevaba 22 horas sin dormir y quería recuperar fuerzas para enfrentarse a la ciudad; tal y como se merecía.
Aquella noche entró en la cama sonriendo, el programa del canal 41 era lamentable pero no había nada mejor en aquel televisor giratorio. Sabía que de todas formas quedaba tiempo y que el auténtico espectáculo estaba en la calle. Volvió a repasar la lista de museos y galerías, desplegó el mapa de Manhattan y marcó su situación. Apagó la luz y se arropó pensando que lo mejor sería enfrentarse al monstruo en blanco, dejándose llevar por las emociones más simples y recibir cualquier detalle, por insignificante que fuera, como un acontecimiento...
...Cuando salió por la puerta de vuelos internacionales empezó a sentir que algo se había quedado al otro lado del Océano. No había tapices de Miró en los halls, los taxis eran negros y pequeños, cada indicador estaba escrito de forma diferente, los edificios parecían cortados, la gente vociferaba y la calle era una subasta. En pocos minutos lo habían asaltado cinco mendigos, un vendedor de lotería y dos buscadores de clientes para hoteles de media categoría. Sin embargo la cerveza era barata y el taxista le dijo en perfecto castellano: ¿dónde vamos? Volvió a sonreír por segunda vez. Aquel caos no le disgustaba, y de ningún rincón salía aquel asqueroso olor a aceite de maíz. De pronto recordó que debía varios meses de alquiler del estudio; que el teléfono probablemente habría sido cortado y que regresaba sin un duro para seguir inventando algo que raramente sería útil. Pero era demasiado tarde para abandonarlo: había perdido complejos, multitud de proyectos bullían en su cabeza y su futuro era tan incierto como siempre. Solo tenía una solución: Seguir de “Artista”.
Madrid, 1985
No hay comentarios:
Publicar un comentario