domingo, 29 de agosto de 2010

Paul Klee en el IVAM

Valencia ha amanecido con la atmósfera de los bellos días grises de levante. De esos días en los que se añora el norte y se descubren los matices que no podemos ver, cuando la tópica luz del sol convierte a estas ciudades en escenografía de si mismas. El tráfico está denso y las obras del pavimento no ayudan a que la explanada del IVAM parezca unas de esas maquetas de los proyectos de arquitectura. Entro en el edificio, subo las gigantescas escaleras y pienso una vez más que bien sentaría un tapiz de Miró o un móvil de Calder sobre esas fúnebres paredes.
En la exposición juego a posarme de una obra a otra, y aunque no es la primera vez que estoy ante alguno de ellas, vuelve a sorprenderme el poder de seducción de estos pequeños mundos. Su elocuencia en la presentación de una de las pocas patrias que nos siguen desde la infancia: el color. Porque no es del color como ornamento, ni siquiera como herramienta de lo que aquí se trata, sino de él mismo como tema, o sea como realidad... Un teléfono móvil quiebra el absurdo silencio de la exposición. Un hombre sale corriendo por las salas hablando solo, y encorbado. Todos lo miramos, nos miramos y continuamos nuestro mudo recorrido... Tampoco es el caso de la más o menos virtuosa representación de la luz, sino de la construcción de una naturaleza paralela. Artificial si se quiere, pero tan fascinante como la que nos rodea... Dos muchachas se paran entre una tela con un extraño personaje y yo. Se ríen, cómplices, se les ve felices. Como me han quitado el sitio, aprovecho para recorrer sus cuerpos, como una obra más, y descifrar que son. Serán estudiantes de arte o peluqueras, por la ropa y el desaliño. Sin embargo su erótico entusiasmo las vincula curiosamente a la exposición. Se van, riendo bajo...
En cuanto al dibujo, Klee ensancha los limites del lenguaje y deja entrar comportamientos “impuros”, que sin embargo tienen la virtud de expresar con eficacia algunos sentimientos imposibles de presentar con un lenguaje más académico. Estoy pensando en un pequeño dibujo titulado Eros donde dos flechas tan gráficas como explícitas acompañan unos campos de color en una reiterada penetración sobre dos triángulos. Este tipo de recursos, tan frecuentes hoy en día en nuestro vocabulario visual, tienen algunas de sus raíces aquí.
Hay algunas pinturas hechas sobre una fina gasa, lo que les da un aspecto de extrema fragilidad... Me acerco para descubrir alguna huella que me permita visualizar la emoción de su construcción, pero aparece un gorila travestido de guarda jurado, que me mira con ganas de que le de un motivo para machacarme. Pienso que a veces la violencia de los contrastes es tan bella como las propias obras...
Estoy ante una de las puertas de este siglo tan fecundo, mi tradición y mi origen. Hay un leve dolor sin embargo en esta obra tan radiante, un dolor que se va manifestando más a medida que avanzan las fechas, y que se consolida con la aparición de la esclerodermia que acabó con su vida. Para el que no lo sepa, la enfermedad consiste en la paralización paulatina de los músculos de la cara hasta que la piel se acartona transformándose en una máscara. Y eso es lo que acabó pintando Paul Klee ; máscaras...Miro fijamente uno de esos cuadros. No es ni siquiera una llamada de auxilio, es la obra de quien ya no está aquí. Aparece un hombre con algunos signos de artista. Miro sus manos que tienen aún restos de pintura. El a su vez mira el cuadro como quien va de paso, sonríe con desprecio en una esforzada mueca y se aleja por la sala con cara de que a el no hay quien le engañe... Salgo a la calle, un japonés me fotografía, el tráfico sigue igual. Me siento reconfortado.

Octubre de 1998

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