Con la sorpresa y el amor con que se recoge el vómito de un amigo borracho, pero con más trascendencia y poco más cuidado, se pintan los cuadros. Como el encuentro de un objeto antiguo en la calle, sucio de porquería de perro. Con la inercia de una avioneta sobre un Barreiros sin frenos ni carrocería, en medio de un sueño que te deja seco. Con la pasión y el trémolo con que se huele el cesto de ropa sucia de la vecina que se va al colegio. Con la misma inútil emoción de imaginar tu propio entierro para ver cómo lloran los otros aunque sea a tu costa. Como el encuentro fortuito con la falta de deseo que además es mentira. Como todo lo que no tiene nada que ver con un solo cuadro, porque los cuadros son ventanas abiertas al engaño que sólo nos sirven a nosotros.
Con la cínica pirueta de Picasso, el ingenuo engaño de Rousseau, la grave vehemencia de Goya, la dura evidencia de Friedrich, el místico abismo de Rothko, la altivez corrosiva de Velázquez, el emotivo trámite de Modigliani, la epatante sencillez de Morandi, el cartesiano desprecio de Pollock, la serena ambición de Turner, el dulce morbo de Balthus, el perfecto orgullo de Miguel Ángel, la macarra sensibilidad de Gauguín, la suave muerte de Böcklin, el consciente suicidio de Van Gogh, incapaces de hacer nada útil o inútil, una legión de farsantes visuales con salvoconducto se alojan en vuestras retinas para demostrar que lo que veis es mentira: que sólo es el fruto de unos ojos torpes y mal alineados, que donde de verdad se ve es por el estómago, que es el que coagula las emociones y las convierte en una bola de cera que no te deja dormir ni comer. Y cuando no se come ni se duerme se pintan cuadros y así la bola desaparece y se multiplica para incrustarse a traición en los amantes de la pintura, y tras ese trasvase de cera coagulada va quedando un rastro de telas manchadas de ciertas verdades y algunos engaños que resultan ser testigos de nuestra memoria y gracias a los cuales se describen épocas, pasiones y hasta el amor y la temperatura.
Los pintores entonces se convierten, en bustos tramados para la cuatricromía que la complicidad colectiva necesita. Llegado el caso se les puede ver en las colas de los museos, esperando turno para descubrir su propio secreto.
Madrid 1990
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