En los primeros 80, con el asalto a las cuatro esquinas de unos jóvenes periféricos empezó un movimiento inconcreto lleno de incertidumbre que traía una curiosidad feroz y muy poca vergüenza al que ahora llamamos: nuestra generación. Allí estábamos, mas chulos que un ocho y reclamando un poco de atención. Entre nosotros tampoco había entonces un vínculo especial: desclasados rurales, outsiders de barrio, insatisfechos urbanos, o simples trasnochadores recalcitrantes, formábamos una improvisada marea de seres tan estrafalarios que mas bien parecíamos el “Thriller” de Mickael jackson.
Sin embargo el destino quiso que tuviéramos que desvirgar por azar a una joven democracia de provincias con la torpeza y el entusiasmo del que no pretende nada trascendente. Pero ¿Qué deseaban aquellos jóvenes que hoy estamos aquí? Que yo recuerde ninguno de nosotros tenía una vocación clara con la que enfrentarse a la vida, pues nadie en su sano juicio se le ocurrió nunca acotar su futuro o al menos confesarlo. La única vocación era la misma vida, la ciudad el escenario perfecto para vivirla y si era de noche mucho mejor. Tal vez el placer de nuestras ocurrencias fuera en si mismo suficiente para sentirnos intocables y pensar que a partir de ahí todo iba a ir rodado. Pero como dice Gil de Biedma, Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde…
En aquella Murcia que despertaba conocí a Antonio. Creo que la primera vez que nos vimos fue una mañana de enero que pasé no se muy bien a qué, por aquella Concejalía de Juventud y Deportes que Patricio regentaba como una trinchera en los sótanos de la piscina municipal. En aquel antro, entre oficial y clandestino con un fuerte olor a cloro caliente, el bullicio era permanente y por sus mesas pasaban unos personajes con muy poca diferencia entre quienes íbamos por si caía algo y quienes administraban algún raquítico presupuesto. Antonio estaba allí, como un buda feliz entre los mortales sentado tras su puesto de reclutamiento, alistando voluntarios para los Carnavales de Venecia mientras glosaba la magia de los canales, la belleza del Rialto, y el esplendor del Ducalle entre la bruma de San Marcos, “por no hablar de las payas” apuntaba un tipo con perilla mirándonos fijamente por encima de sus gafas redondas y apoyado en la pared como un guardaespaldas “ las italianas, a parte de estar muy buenas son mas follarinas y con la confusión del carnaval siempre se pilla algo”, Antonio asentía con solemnidad para concluir “Lormiga lo sabe que ha estado allí”. En fin que el programa era tentador y como yo acababa de vender un cuadro y aún no tenía obligaciones, invertí toda mi fortuna en aquel viaje cultural. Sin embargo, por la fauna de aquella expedición, por el catálogo de sustancias y licores que brotaron a los pocos minutos del arranque del bus y teniendo en cuenta que no conocía a nadie, mi primer impulso fue bajar en Alicante y volver a dedo. Obviamente no lo hice, porque a pesar del bullicio y conforme las fieras iban cayendo narcotizadas, la cervantina pareja Antonio Gras - Pepe Lormiga se imponía armados de un micro, una buena colección de casettes de música italiana y una guitarra. Hay que reconocer que la mayoría de aquel público no soportaba mucho rato las referencias ilustradas de Antonio sobre la ciudad de los poetas y los últimos días de Ezra Pound, pero ahí estaba Pepe al quite con un buen chiste de hormigas y elefantes templando los ánimos de aquellos “Gremlins” que pasaban del grito al sueño sin apenas transición y cuando ya los tenía dominados nos cascaba una de Branduardi a la guitarra. De aquellos días tengo un recuerdo imborrable, magnífico, de confirmación de la imaginación y la libertad, pero hubo una noche en un local llamado IL PARADISO PERDUTO donde cantamos, comimos y bebimos como posesos y las italianas nos miraban alucinadas aunque la noche avanzaba y las predicciones de Lormiga no se cumplían ni para atrás. Creo que fue aquella noche donde nos hicimos amigos y lo sellamos con un pequeño poema y un dibujo sobre un papel manchado de aceite de oliva, o sea casi todos los ingredientes de las cosas que habrían de importarnos. No es de extrañar que ese fuera el lugar que Antonio eligió para huir y darse una tregua de esta Murcia ingrata, y mientras él lo pasaba entre perolas y ”pasta chuta” nosotros seguíamos aquí inventando el mundo por la Trapería y ajenos a los matices del buen gusto culinario. Nuestra alimentación en aquella época era una simple recarga energética a la que prestábamos poca atención, nuestro menú semanal eran los sándwich Catedral del William, Foie gras La Piara con pan Bimbo y cerveza o lomo embuchao con JB mientras, eso si, nos atracábamos de películas del Buñuel Mejicano o de las tórridas cintas de Vanesa del Río en casa de Ángel Montiel.
Un buen día, cuando ya pensábamos que Antonio había sido agraciado con de la maldición de Lormiga dificultando su regreso, apareció con su sonrisa de “bon vivan” por la Puerta del Pozo y desde ese momento y gracias a su misión evangélica nunca volvimos a ser los mismos. Porque Antonio ya lo sabemos, es un corruptor de mayores y en su plan de llevarnos por los lujuriosos vericuetos de la cocina, no pensaba escatimar esfuerzos ni tampoco evitarnos algún dolor, que como bien sabemos, hace mas exquisito el placer. Probamos así nuestros primeros platos grandes y vacíos donde las cucharas desorientadas apenas justificaban su presencia. Platos que justo en el momento de abandonarlos, de un bocado sublime nos lanzaban al fondo del paladar una explosión de vida abriéndonos de golpe la puerta de un nuevo mundo: EL SABOR. Pero no el sabor de la boca del estómago que era el que nos quitaba el hambre, sino el sabor en las sienes, en la yema de los dedos, en las fosas nasales y en el centro del tálamo. Sabores que nos marcaron otras rutas de seducción a través del tacto y el olfato. Él, con sus brazos cruzados sobre la barriga nos miraba con la sonrisa maléfica del que envidia tu primera vez y sabe que ya no volverás a sentarte en una mesa de la misma manera. También nos enseñó que todo tiene su precio y que a las cuentas caras hay que sonreírles y olvidarlas por mucho que te duelan. Porque al final como decía aquel alcalde de Puerto Lumbreras: “Hay que hacer lo que se deba aunque se deba lo que se haga”. Cuando ya nos tuvo listos para ser presentados en sociedad, nos paseó por las mejores tabernas de la nueva congregación. Recuerdo una noche en Madrid, Viridiana se llamaba el sitio, allí aprendimos lo que era un menú largo y estrecho y que en una misma cena uno podía beber varios vinos mezclados con diversos licores. Tengo que decir que aquella idea nos entusiasmó especialmente, dando al traste con la buena imagen con la que entramos al local y viéndose el propio Antonio en la obligación de pedir disculpas al maître por nuestro exceso de alegría. Aún tengo vivo el recuerdo de Orrico rodando por el suelo a carcajada limpia. El vino, desde luego, ocupaba un lugar principal en esa iniciación dionisiaca que él tutelaba y como no podía ser de otra manera se mezcló con su otra pasión: la literatura. En uno de sus propios poemas escribió: “…apreciamos el Sauterne”. Nosotros que todavía teníamos muchas lagunas, pensando que aquel era el apodo de algún personaje urbano, leíamos perplejos “…apreciamos al sartenes”…¿Quién es el sartenes? y él con la resignación de un santo nos decía “No tenéis ni puta idea, hostias”…. y era verdad. Por aquella época Antonio, que siempre fue un libertino empezó a besarnos sabiendo que eso provocaba en nosotros cierta incomodidad sobretodo si sucedía en público. Aquello se pasaba de castaño oscuro, pues una cosa era oler el vino antes de beberlo y otra hacer mariconadas en medio de la calle. Pero él lo hacía con tanta convicción que al final lo dimos por bueno, contagiándonos todos de estos nuevos modales afectivos. La cosa tuvo tanto éxito que el mismísimo Paco salinas ha resultado ser uno de los mas besucones. ¡Vivir para ver!
Desde entonces han pasado muchas cosas por su vida entregado a buscar infatigablemente el amor, la amistad, la poesía y la buena mesa. Dos hijos magníficos que se comen las mismas calles que algún día fueron nuestras, muchas veces junto a los míos (que cosas). Y una mujer, Marta, dueña de una sonrisa tan generosa que explica por si misma muchas cosas del último Antonio. Pero también sus locales, los nuestros: Los mares del sur, El vaporretto, Las cocinas del cardenal y ahora este Boulevar y Trapería 30 que han visto pasar nuestros sueños y decepciones, y como se nos caía el pelo y nos crecía la barriga. Gracias a esa educación sentimental por la buena mesa algunos hemos llegado al mundo del colesterol y el ácido úrico con la cabeza bien alta. Esos locales han sido testigo de buenas noches de amistad. ¿Recuerdas Antonio, cuando a punto de salir para Nueva York a probar suerte, te comenté que no conseguía una sala para mostrar mi colección de papeles?
- ¿Porqué no te los traes? Me dijiste
- ¿Cuándo?
- Ahora mismo, mientras yo aparto las mesas.
Dicho y hecho, corrí hasta mi casa y al rato estaba allí, con mis amigos, enseñando mis piezas antes de salir con ellas bajo el brazo a buscar fortuna. Y es que Antonio solía decorar aquellos primeros locales con obra de amigos desobedeciendo los asépticos consejos de los arquitectos.
En cuanto a la cocina yo tengo a Antonio por el Curro Romero de los fogones, y creo que puede asumir tranquilamente la frase del maestro: “Yo vengo aquí a hacer arte no vengo a la guerra” pues no he conocido a un cocinero que dé “espantás” como las suyas, con tanto estilo, aunque siempre en busca de algún caramelizado de alfalfa o un suflé de morcilla con que sorprendernos, y cuando te ha sorprendido es posible que ese mismo plato ya no lo pruebes mas, por la simple razón de que a Antonio ya no le pone. Porque Antonio es sobre todo un artista, nunca ha dejado de serlo y menos en la cocina. Y ya se sabe que los artistas tienen sus riesgos pero cuando aciertan nos pueden abrir puertas a mundos insospechados. Como pasa con Curro: sus grandes faenas son todavía tema de conversación entre la afición. Antonio es un buen gamberro como siempre, un jovenzuelo deslenguado y sentimental y ahora, viéndolo aquí, me parece que vaya a reclutarnos otra vez para algún exótico viaje aunque creo que en realidad ya estamos embarcados por el mero hecho de haber venido.
Bueno pues eso, Antonio has cumplido 50 años así que en homenaje a todo lo que hemos sido y a lo que nos queda: felicidades.
Murcia 1 de noviembre de 2008
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