martes, 31 de agosto de 2010

Máquinas y siestas (Cipriano Torres)

En Espinardo, en el interior de un patio umbrío, colándose entre las hojas de las buganvillas, el calor y su murmullo ejercían de cancerberos, testigos de una involuntaria lucha de contrarios a las puertas de un mundo cuyo único habitante era, es, un tipo con trazas de animal, pero también desorientado, viendo cómo la otra bestia se revela en su plenitud, separando la amabilidad de la dureza, limitando lo diáfano de la maraña. En un primer instante, cuando otros ojos se ponen frente a la fuerte disputa, aquella que tuvo lugar en el desamparo que la creación precisa, hay otro instante casi de repulsa, porque no sabes quién oculta, quién explica, qué prevalece. Necesita-mos datos para que el caos no acabe destruyéndonos, absorbidos también por la bocanada inversa, esa que te lleva a las tripas de la bestia.

Necesitamos que nos expliquen las cuatro reglas para movernos con seguridad por un mundo reciente, todavía oliendo a fango, abotargado, necesitamos que una mano nos señale el norte y el sur, la derecha y la izquierda, dónde está el cielo y qué lugar ocupa la tierra. Cuando no es así, cuando nos sueltan en mitad de la ciénaga y vemos emerger la cabeza negra de la bestia, el rescoldo de su violencia, su capacidad para apoderarse de las emociones y guiarlas por donde jamás pudimos imaginar, nos damos cuenta que el bárbaro anda suelto y nos dominará a su antojo. Por eso intentamos mirar a otro lado, rebelarnos y cruzar la frontera, aliviar la fatiga del bochorno llevando la mano al brumoso horizonte que allí, superado el vértigo, parece esperarnos.

No hay amabilidad en esta historia, sino conflicto. No hubo una disputa a la que asistimos como si hubiéramos logrado subirnos al alero y desde arriba presenciar, por entre las buganvillas, la tensión cocida, el murmullo con vocación de escándalo y chusmerío, sino un diálogo íntimo y doloroso, y por eso la sorpresa, ese instinto que repele la angustia, termina sobrecogiendo. Entonces estamos perdidos por enajenados. Sin saber cómo, sin que nadie venga a dictarnos las reglas de ese mundo, nos damos cuenta de que podemos atravesar la frontera, tirarnos desde los precipicios imponentes y poner el pie en aquellos lugares de transparencia deseada, lugares amables, y hacerlo sin dificultad, ahora sí, moviéndonos sin cautela, mirando de frente, yendo al norte de camino al sur, relajando la mirada para que vague sin prevención. Somos parte de lo críptico. No es extraño que la mañana en que Ángel Haro me llevó a ver sus cuadros al estudio de Espinardo me dijera mientras los sacaba al patio de las buganvillas “estoy chupado por dentro, no sé qué pensar de ellos, no me gusta la idea de que apenas he podido hacer otra cosa”, la pintura no puede, no debe ser medicina ni terapia, pero ahí están, sobre la pared desconchada, entre hojarasca y refregonazos de otras batallas, sobreviviendo ya a su pesar, latiendo como laten las criaturas que dejaron de ser frágiles y dependientes y cuya aspiración es mostrarse rotundas, en pelotas, sin otra literatura que la que produce la contemplación descontaminada.


Murcia, 1995

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