domingo, 29 de agosto de 2010

Mi Museo ideal

En la pequeña ciudad de Chinguetti, en el desierto de Mauritania, (una población de apenas 2000 habitantes con un pasado cargado de historia y cultura), hay un museo llamado “AL HABOTT” que reúne un centenar de manuscritos y objetos que van del siglo XII al XIX de nuestra era.
Yendo hacia él uno se imagina un noble o gran edificio recorrido por salas más o menos suntuosas salpicadas de diversos objetos estratégicamente colocados. No es extraño que al entrar en la pequeña y oscura sala principal de adobe se sienta algo parecido a una decepción que se va disipando conforme el portero-guardián-conservador-director abre los arcones y vitrinas para mostrarnos los manuscritos y nos fascina con su narración (leyendo y traduciendo pasajes completos). Aquel descendiente del sabio fundador del museo es capaz de hablarte de la composición de cada tinta que bordan las hojas penosamente conservadas de los pergaminos y hasta la procedencia de cada papel. Conforme avanza el tiempo uno comprende poco a poco que aquel museo no es el destartalado edificio que lo contiene sino la atmosfera de revelación que exhalaban los objetos en las manos de aquel hombre. El calor sofocante en esa cripta del conocimiento, lejos de molestar, se convierte en un vehículo imprescindible para penetrar en una cultura desconocida. Volví a sentir a mi alrededor y a pesar de las palabras, el silencio denso que me envolvía en mis visitas adolescentes al Louvre, al Prado o al Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Una atmósfera que me dejaba entrar en los cuadros y vincularme a ellos comprendiendo el sentir íntimo del artista y su tribu. Una atmósfera bajo la que podemos impregnarnos de sentido sin necesidad de tener que “informarnos”.

Leo en un suplemento cultural un artículo en el que se acusa a los museos de ser mausoleos, en un manido juego fonético, y pienso que precisamente eso es lo que están perdiendo: MISTERIO. Porque ese es el fin de todo espacio sagrado del saber: posibilitar un encuentro físico con las obras que crearon los artistas y que su halo nos dé las instrucciones que no pueden darnos los libros de historia. Para mí un museo no es la catalogación científica, histórica o pedagógica de obras artísticas ( lo que pedantemente se llama “programa museográfico”), tampoco creo que sea necesaria la tan recurrente “interactividad” pues no creo que deba manosearse lo sublime. Creo que a los museos les sobra uniformidad, propaganda, pantalones de safari, gorritas de béisbol, merchandising, camaritas digitales, turistas y colegios. En realidad les sobra público y les falta amantes. No creo que un museo deba convertirse en un híbrido ente parque temático y recreo extraescolar Al museo hay que entrar iniciado, con cierto pasmo, como quien pasea por un cementerio. Y para eso se necesita silencio, un tiempo externo a nuestra colérica vida y cierto abandono. No siento emoción alguna por una obra custodiada por un gorila disfrazado de falso policía que me mira como si me hiciera un favor. La mayoría de los nuevos museos no son más que una estrategia política al servicio de especuladores urbanísticos con la complicidad de arquitectos que poco interés tienen en los contenidos. Los cuales están en manos de un star-system de comisarios y críticos que navegan en un mar de intereses. El exceso de museos de arte contemporáneo ha creado una demanda arrebatada de obras que convierten en carne de exhibición piezas que aún no afectan a la cultura colectiva con la excusa de mostrarnos el futuro. Por tanto nadie, salvo los agentes interesados, se siente vinculado al museo si no es para poder decir que han ido alguna vez. No tengo claro cuál es mi museo ideal, pero me gustan los museos necesarios, creados por personas y no por instituciones, que se dejen pasear, silenciosos, donde pueda sentir al ser humano en todo su esplendor y reconciliarme con él. Me gusta al salir de un museo sentirme desorientado, como quien vuelve de un profundo viaje. En estos tiempos donde el arte compite con los telediarios, me gustaría tener museos sin vocación de panfleto, de pasarela o de tren de la bruja. Museos que no sean clónicos como un gran almacén, en los que poder refugiarse aunque sea para dejar de oír la voz de los predicadores. Quizás un museo sirva para eso: para vivir otras mundos aunque sean privados con la condición de que sean universales.

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