domingo, 31 de julio de 2011

En el centro de la noche (Mara Mira)

                                    
                                           Y se le escapa la vida con un gemido, doliente, a las sombras.
                                                                                                        Final de la Eneida de Virgilio.

1. EN LA AGRUPA VICENTA.

Agrupa Vicenta es una de la múltiples heridas que tiene la Sierra Minera de la Unión. Una cicatriz forjada por mineros a golpes de picas que han hurgado las entrañas de estas tierras a lo largo de siglos. Muchas de estas explotaciones humanas sobre la naturaleza provocan en quienes las contemplan una íntima desolación. Al llegar a Agrupa Vicenta, después de haber recorrido un majestuoso paisaje, no se puede dejar de pensar que, cuando las acciones de la explotación son tan devastadoras, la sensación de extrañeza corre pareja a lo sublime por una simple cuestión de escala. Nuestros sentidos no pueden abarcar aquello con una única intuición. Su belleza, singularidad y grandeza puede llegar a generarnos un dilema dialéctico que oscila entre la admiración y el rechazo. Ese juego de displacer del que hablara Kant para advertir de los riesgos que corríamos cuando se producía una inadecuación de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la estimación por la razón. También Friedrich Schiller en su obra intenta describir este sentimiento mixto compuesto por la pena y la alegría cercana al entusiasmo pero con una percepción compleja y refinada sobre el placer. Este paisaje minero, con su inmensidad y vacío, provoca ese temor controlado, el asombro sin peligro, del infinito sublime. Huecos que conducen a la entrañas de la tierra, mientras la greda se amontona en taludes descomunales que no son sino despojos saqueados de sus riquezas. Y a fe que la había:  plata, plomo, zinc, hierro…

2. ARTE  EN ESPACIOS SINGULARES.

Llegados a este punto y puesto que venimos buscando una exposición que se sitúa en el corazón de una de estas minas, es plausible anticipar que una de las posibles actuaciones artísticas que puede realizar un creador es seguir la tónica del paisaje sobre el que va a intervenir activando la sencilla empatía que supone tocar resortes parecidos. Creemos que, trasladando agua en vasos concomitantes, se aporta un nuevo suceso regido por el equilibrio, capaz de  alargar las condiciones del lugar hacia el acto creativo. Pero para nuestra sorpresa, al penetrar en la mina, descubro que el artista Ángel Haro renuncia a esta fórmula segura porque sabe que acarrearía un lastre estético del que voluntariamente ha decidido desprenderse. Su propuesta se acerca al tipo de acción artística que lleva años celebrándose en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, organizadas por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en el que artistas como Antoni Tàpies, Lucio Muñoz, Eduardo Chillida, Martín Chirino, Susana Solano, Xavier Mascaró, José María Sicilia, Tacita Dean o, ahora mismo, Lili Dujourie realizan obras en las que pulsan, acentúan la experiencia del lugar y de las gentes que lo habitan. Marcarse un tour de force sería una experiencia inútil: a veces es mejor saber rendirse a tiempo.

3. EL TÍTULO: ECO DE CICLOPES.

Haro, desde esta línea expositiva de llevar el arte a espacios singulares, ha optado por dejarse imbuir por la sapiencia del lugar. Frente a la naturaleza y la previsible espectacularidad de la escenografía, apuesta por resituar en ella a los hombres y los hechos que profanaron aquella rica geografía. Invoca la presencia, el eco sordo, de los olvidados que ya no deambulan por sus túneles, sus salas y sus bóvedas. Empiezo a entender el título de la muestra: Eco de cíclopes. Palpo la presencia lejana de esos seres de luz en un espacio que se me torna no natural, irreal e intelectual, un lugar en el que, tanto ellos como nosotros, somos lo que vemos: espectros del tiempo. Mineros con su trabajo, nosotros con nuestra vida, un vector cuya fecha apunta a lo oscuro.
En la boca de la mina nos recibe una recreación sobre los pequeños altares que los mineros creaban en un vano intento por  protegerse de los malos farios de la Naturaleza. Entre las maderas descubro un lema “frágil” acompañado de pan, vino y un pequeño esqueleto animal. Entendido el juego. Aquí cerca está Polifemo aquel al que Góngora atara al amor de Galatea a la que implora “... escucha un día, mi voz, por dulce, cuando no por mía”, sin percatarse del horror que producía su fiero aspecto.

4. EL SECRETO.

En un cuadro alargado, de seis metros de largo, desentraño la sombra de un objeto. Es un taladro percutor, el punzón que resquebraja la roca. El friso ha sido titulado por el artista como un Haikú, esa forma de poesía tradicional japonesa que centra su temática en la Naturaleza. Esta obra dividida en partes, a la manera del verso oriental, lleva grabada una inscripción en el centro “unión” y acaba con un pequeño sobre lacrado. Parece una resolución poética, pero tiene una razón administrativa ligada al pacto topográfico de las minas. Cuando alguien adquiría o alquilaba un trozo de tierra para explotarlo se le entregaba un mapa. El comprador debía buscarlo y mandar hacer una cata mineral sobre el mismo. Después la enviaba a un laboratorio por correo postal. La respuesta, con el análisis de lo hallado, regresaba al dueño cerrado en un sobre lacrado. Este era el “secreto” que debía guardar el propietario. Aquella apuesta era la  razón de su fortuna o el destino de su ruina.
Todo es pragmático aquí abajo, aunque Haro busque cualquier rescoldo para impregnar las estancias de poética. Miren si no sus cuadros sobre las explosiones: Flores minerales. La acción de la dinamita convertida en estallidos en blanco y negro que rezuman belleza allí donde solo hay destrucción y codicia humana. O su homenaje al pintor Vincent Van Gogh, de quien sabemos que en sus años adolescentes quería predicar en las minas de carbón de Borinage. No lo hace porque lo rechazan, pero acaba pintándolas desde la lejanía y dibuja obsesivamente a esos mineros que bajan a sus entrañas. Para anotar la querencia  de Van Gogh por estos trabajadores, Haro pinta un árbol raquítico que azota los cuatro metros por cuadro como un relámpago seco en medio de un estallido naranja. También, en una esquina de pulpa magmática, emergen tres efigies de cíclopes mineros que no dejarán solo al pintor holandés en su extravío.

5. HARO Y LAS CITAS.

Entre las vías de la Agrupa Vicenta sospechamos que resulta difícil sobrevivir en este medio hostil y estamos todavía casi en la entrada. Haro, conoce bien estas tierras. En los años noventa colaboró en el rodaje de dos películas. En la extraño film El infierno prometido de Juan Manuel Chumilla  fue el encargado de una escenografía que trascurría por esos lares y también colaboró con el videocreador Javier Codesal de su mediometraje Bocamina, un raro híbrido entre la realidad y la ficción que Codesal realizó en 1999. Entre los libros consultados que se amontonan en su estudio hojeó el trabajo fotográfico de Sebastián Salgado con la extracción del oro de la Sierra Pelada; pero, sobre todo, ha admirado el ingente trabajo fotográfico de Jean-Claude Wicky sobre las minas de Bolivia. Las caras de estos mineros serán esquematizadas y enfoscadas para dar paso a sus dibujos de cíclopes y, aunque parezca extraño, Haro también ha consultado el tratado de La Teoría de los Colores de Goethe.

6. DE LA TEORIA DE LOS COLORES.

En una de sus visitas a Agrupa, Haro se llevó algunas muestras de minerales. Entre ellas estaba la goethita que pertenece al grupo  de los óxidos. Fue la que más le interesó por su propia morfología a ser estalactitíca o hojosa, dependiendo del tipo de sedimentación del óxido. Era imposible machacarla y utilizarla como pigmento. Quería usar aquel mineral porque cuando se exponía a la luz irisaba el espectro pero este era cambiante dependiendo de la incidencia de la luz sobre el prisma. Para su sorpresa, un minero le explicó que su nombre proveía del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe quien, en su tratado sobre el color, observó que el espectro continuo de los colores es un fenómeno complejo, ya que con una mayor apertura del haz de luz, este se pierde porque se manifiesta un borde de color rojizo-amarillo y el otro borde de color azul-cyan, con tonos de blanco entre ellos. El espectro tal y como lo conocemos sólo se crea cuando estos bordes se acercan lo suficiente a la superposición de los colores.
Goethe apunta en su Teoría de los Colores: los colores… hacen su aparición pura y simplemente como fenómenos en la frontera entre la luz y la oscuridad. Con conclusiones así era lógico que los mineros, que andan entrando y saliendo de las tinieblas, admiraran sus observaciones. Cuando La Teoría de los Colores se publicó en 1809  su importancia fue decisiva para las ciencias (y las artes) porque apuntó algo que a ningún artista se le escapa: que la complementariedad entre las cromas es una característica esencial del color. Los colores psicológicamente contrarios son pares con el máximo contraste según nuestras sensaciones y nuestro entendimiento. Para representar este alejamiento simétrico, Goethe propone visualizar el espectro como un círculo de color simétrico frente a la serialidad del color que plantea Newton quien no consideraba la complementariedad esencial. Su teoría contiene una de las primeras y más exactas descripciones de fenómenos tales como sombras de color, refracción y la aberración cromática. También ha pasado a la historia por sus aportaciones a toda la teoría de la significación del color con estudios sobre las subjetividades del mismo y su valor simbólico. El color es una experiencia cualitativa, subjetiva, un qualia, de ahí que su verbalización sea muy difícil. Sin embargo, la pintura hace con el color lo que la música con el sonido: lo convierte en significado puro, inventa el color para nosotros y nos libera de su autoridad y posibilidades.
Para lograr el pigmento, como un alquimista, Haro ha extraído de una de las tuberías de la mina el sedimento de la oxidación: la limonita. Ésta sí puede ser utilizada como un pigmento. El pintor impregna con esta croma entre amarillo Nápoles y ocre los dos cuadros dedicados a Goethe. El tributo late significador: Corazón de Goethe

7. POST-ESCRIPTUM: MAPA DE ESTRELLAS.

Percibo un eco sordo por todas partes. Octavio Paz parece susurrarme: Quietud: los cantos de la cigarra penetran en las rocas. Los sonidos andan entre almohadones de piedra, en estas minas de nombres memorables: Abundancia, El Acabose, La brisa, Consolación, Ensueño, Iluminada, Deseada, Catón, Belleza, Amigos. Magra lista de nombres sobre la que prometo solemnemente que algún día escribiré algo, hunden su origen en la noche de los tiempos. Ángel es una apasionado de las listas: la imaginación se le dispara. No es el único. Umberto Eco tiene un libro dedicado solo a ellas con descriptivo título: El vértigo de las listas. Entre sus páginas encontramos una confesión: “el temor a no poder decirlo todo aparece no solo frente a una infinidad de nombres sino también frente a una infinidad de cosas”… Además de la lista completa, ordenada alfabéticamente, Haro tiene un mapa que indica la posición de cada una de estas minas. Cuando me lo enseñó me pareció un mapa cósmico. A él también. La obra que ha realizado sobre ella se llama Mapa de estrellas. Cuelga como un telón del pequeño auditorio que alberga Agrupa Vicenta, en esa bóveda única en el mundo con sus ocho metros de altura sostenidos por enormes pilares de pirita que los mineros dejaron sin extraer en el proceso de explotación. Un espacio misterioso del agrado de las gentes del flamenco que recuerdan cómo las cantaban en sus tiempos carreteros, troveros, pregoneros y agüeros y que ahora se utiliza como sede de algunos conciertos del Festival del Cante de las Minas.
En esta sala resuenan amortiguados, tragados por el hueco de la caverna, los Tarantos y Tarantas, las Mineras y Cartageneras, las Murcianas y Levantinas. Ahora hay silencio y me cuestiono por qué se canta en estas minas. Génesis García ha explicado sobre estos cantes: “Para los mineros, habituales campesinos soleados del sureste, la traumática experiencia vital es la del pozo. Por eso se lamentan de la oscuridad como ningún otro pueblo tradicionalmente minero. Toda la vida del minero del luminoso sureste está pendiente de esa oscuridad, de esa muerte potencial que, en gran parte, se apodera de su cante”.
Miro el telón colgado. No es sencillo pasar de una lista práctica a una lista poética. Nuestra vida está llena de listas. Las hay mostrencas como la lista de la compra o el listín telefónico. Incluso guardamos listas capaces de azotar el cuerpo como la lista de antiguos amantes. Memorizamos historia con la lista de los Reyes Godos e inventamos cosmogonías recitando las listas de las naves de Homero. En ésta secuenciación de nombres imposibles se ha producido un cambio de la lista a la forma. Algo así como si hubiera elaborado un Archimboldo de las minas. Archimboldo para idear sus cuadros realizaba listas de frutas o plantas para incluirlas en sus cuadros para mostrar todo el mundo conocido. Sus cuadros son mapas del saber del tiempo que le tocó vivir. Haro ha interpretado los nombres de las minas a la manera de un  juego barroco, de un gabinete de las maravillas (cuadro sobre cuadro) en el que se da forma al mundo conocido pero en perpetua transformación. El lienzo rizomático, que ocupa una superficie de ocho metros por cuatro, parece regido por la acumulación y el incremento ad infinitum. En el plano vertical se agolpa la representación a golpe de vista la esencia de la estructura del territorio. Soluciones al jeroglífico: arpilleras, cuerdas, nudos, lienzo, estrellas.

8. NADIE ME CERRÓ EL PARPADO.

Cada vez respiro peor. Quimeras y verdades golpean mis sentidos. Veo a Gea con sus  cíclopes, esos seres semejantes a los dioses pero con un solo ojo en medio de su frente. Su nombre viene dado por eponimia ya que, repito, un solo ojo completamente redondo se alzaba en su frente. Su presencia, ahora, es posible. Me acerco a la arpillera de la que cuelgan los sesenta y cuatro rostros y cráneos. Llegado este momento, recuerdo cuando el cíclope Polifemo al que intentan robar sus bienes exclama: Nadie me cerró el párpado. Comprendo que los cíclopes de Haro no han sido otra cosa que un destello, un eco desesperado, unas sombras imaginarias.  Sombras sobre las que el artista ha dejado una huella de vida al escribir las iniciales de sus nombres. Sobre sus cabezas, incrustadas en la sien, la luz blanca, la guía en la noche que nos marcará la angosta senda tornasolada de ocres, amarillos y sienas. Nos encontramos atrapados en un laberinto, el pasillo curvo que nos guía a lo profundo, vaciándome de aire mis pulmones.
Las luces de los cíclopes son señales de otras señales, presencias en el locus y faros en la noche de la cueva que nos marcan el camino obligado hacia el ocaso. Fechas al oscuro que cruzan como parábolas cinestésicas contra las agrestes paredes. Aquí dentro podemos susurrar en la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otras luz ni guía, sino la que en el corazón ardía.  Los cíclopes nos esperan aquí armados con antorchas de luz sobre las sienes para alumbrarnos lo visible y lo invisible: las lindes de los mundos. Son seres en su laberinto, ectoplasmas que se disolverían con la luz solar.
El laberinto es una forma, pero para quien lo vive es la experiencia de una imposibilidad de salir y, por tanto, de un vagabundeo infinito. Imagino la imposibilidad de una salida como describen ellos en sus cantes:

El minero en su negrura,
siempre trabajando abajo,
corta piedra blanda y dura,
y con su mayor trabajo
va abriendo su sepultura.

El oscuro los traga y a mí con ellos. ¡Qué poco de héroe hay en mi vida mediocre!. Me retumban las palabras de Nietzsche:  ¿Qué es lo que es mediocre en el hombre medio?. Que no comprende que el revés de las cosas es necesario.

9. ANTEINFIERNO: LOS IGNAVI.
Me falta el aire, pero me dicen que hay un respiradero que mide ochenta metros y que la chimenea de aire se comunica con la cumbre de la sierra. Busco ese oxígeno, pero sé que estoy a ochenta metros de profundidad. Desciendo a los Infiernos, estoy acercándome al Averno. Ya veo la laguna de óxido de la que me hablara Haro, alentándome en el recorrido, como Virgilio a Dante en la Divina Comedia. Descendemos juntos. Ya hemos llegado, piso el reino de Hades.

10. EN EL REINO DE HADES.

Miro las piedras que me rodean. Las piedras han pasado siempre por ser la esencia misma de  las cosas, representan el orden inflexible. Una piedra es un objeto con una cualidad irremediable: es inanimado. No es la vida, ni la muerte, es lo inerte, la tenacidad de la cosa por no ser más que ella misma: lo infinito inmóvil. Ahora miro el agua muerta. Flotando sobre ella está la escultura. Tres elementos la componen. Un banco, un tronco muerto y una escalera. No llevo monedas en los bolsillos, no hay ningún can de tres cabezas esperándome. Aquí reposa el agua muerta, la pureza estéril, la infecundidad de la laguna Estigia.
Pero aquí, en otros tiempos dormía el plomo, el mineral que los alquimistas buscaban transformar en oro brillante, en destellos de luz mineral. Giro la cabeza. Oigo música. Parece el Orfeo de Monteverdi. Recuerdo vívidamente qué dice Félix de Azúa al respecto: recomienda su estudio cuidadoso porque la construcción artística exige el conocimiento y la experiencia de los muertos, el desierto de la esterilidad, el conocimiento, la negativa a que la creación continúe matando tan sólo a los humanos. Recito literalmente a Azúa para tranquilizarme y evitar la tentación de ser yo misma quien cierre el final de este historia: La técnicas que practican las artes son técnicas de negociación con la muerte. El modelo es Orfeo, dios del canto y la música, y por tanto de la poesía. El pacto de Orfeo, su descenso a los Infiernos, su victoria sobre Cerbero, el perro guardián de los muertos, y su regreso a la luz del sol, es una alegoría de las artes; son las artes explicadas artísticamente. La obra de arte aparece a la luz del sol, una vez abandonada su ocultación subterránea, su paseo por los Infiernos.

Lo mío ha sido diferente pero no deja de ser algo: una tímida pasajera en una trama cuya importancia no se llega a comprender pero, al menos, por fin, se intuye. Ahora sé que no soy Beatriz, soy Perséfone tras Deméter. Ángel me espera, no me dejará aquí, debo seguirlo. Parece que Platón, Calderón de la Barca o Bioy Casares invocados por mí una y otra vez, asoman por la luz que entra por la bocamina.

Eco de cíclopes


(A propósito de la exposición Eco de Cíclopes en el interior de la mina Agrupa Vicenta de La Unión en agosto de 2011.)

Me enfrenté por primera vez a la imagen hipnótica de la sierra minera de La Unión en el año 1992 durante la preparación y rodaje del “El infierno prometido” de Juan Manuel Chumilla quien me encargó la dirección de arte de la película junto al fotógrafo Paco Salinas. Los días que pasamos recorriendo los infinitos rincones de la sierra en busca de exteriores supuso para mi una experiencia humana y estética impactante. Aún llegamos a tiempo de asistir al cierre de la última explotación minera y hablar con esos hombres parcos en constante metamorfosis mineral. A través de los lagos de óxido, de las venenosas pieles de sulfatos sobre esqueléticas arquitecturas, de las lenguas de polvo pigmentado y de ese persistente sabor azufrado del aire, mis sentidos no daban tregua al pensamiento. En cada huella, en cada pozo infinito o máquina en descomposición percibía el espectro de unas vidas gastadas en lucha con las entrañas de la tierra. Mientras, mi atracción aumentaba como les sucedió a los artistas románticos del XIX cuando fascinados en sus viajes al sur se rindieron ante los despojos del mundo clásico. Este paisaje post-industrial deudor de la belleza entrópica de la ruina, esta estética sublime que nos lleva hasta el “pasmo” como diría Miguel Espinosa, ha pasado a formar parte de nuestra antropología y es ya por derecho una imagen clásica de la modernidad. Es un lujo, en una región con poca tradición industrial, tener un paisaje tan vinculado a la vanguardia social y estética de la Europa del siglo XX. Pienso que si la sierra minera de la Unión estuviera ubicada en el valle del Ruhr alemán hace años que sería uno de los llamados “lugar de referencia” que ahora intentamos crear artificialmente. Pero asumamos la contradicción, y reconozcamos que a estas alturas sería muy difícil enfrentarse a la belleza sublime de la descomposición. El abandono, a según que cosas le viene muy bien.

En cualquier caso confieso que este es un territorio estético al que estoy predispuesto por tradición familiar y que ya entonces sentí la necesidad de hacer algo para ordenar ese tropel de sensaciones que se agolpaban entre mi cerebro y mi estómago, pero fui absolutamente incapaz de pasar de algunos apuntes en mi cuaderno y del expolio fetichista de unos cuantos objetos que aún conservo con devoción. Sin embargo me faltaba entrar en una mina. Así que cuando pisé por primera vez la Agrupa Vicenta supe que ese era el espacio donde descargar los impulsos que llevaba decantando casi veinte años.

Intervenir en el interior de una mina supone un reto artístico pero sobre todo un fuerte compromiso moral, teniendo en cuenta el peso que impone ese espacio. La labor del minero aparece en nuestro imaginario como un gran sacrificio, tal vez porque la idea de estar soterrado atente contra nuestra vocación natural de libertad salvo si nos encierra el latido de un cuerpo. Pero no parece que la presión de una materia mineral o metálica pueda devolvernos a la paz amniótica. Sin horizonte ni ciclo solar somos vulnerables, los sentidos están alerta y el instinto se tensa hasta el extremo. Si pienso en la vida de esos hombres y niños en las húmedas entrañas del mineral siento un eco espeso que no consigue calmarme. El fotógrafo Jean Claude Wicky en su libro sobre las minas de Potosí lo describe con lucidez: “todos los días, la noche”. La palabra TRABAJO cobra en este caso un significado intenso y me cuesta adscribirla a otras actividades, en particular a procesos artísticos contemporáneos. De ese trabajo han nacido los cantes de las minas trascendiendo el sufrimiento. Son obras cargadas de dolor, quebrada belleza y una esperanza prudente, cantos fraseados sobre la rítmica de la extracción atravesados por la melancolía y un hálito existencial impagable.

La cultura mediterránea, salpicada de textos telúricos, nos educa sobre el viaje del hombre que a través de las sombras va en busca de luz, arte y conocimiento: Orfeo y Eurídice, La divina comedia, el mito de la caverna o los emocionantes poemas de María Cegarra, todos ellos nos hablan del tránsito por las tinieblas. Tal vez bajando a esta mina quiera, palpando la oscuridad, encontrar la razón por la que un hombre va a buscar fortuna en las entrañas de la tierra. Un reconocimiento a esos semidioses de carne y hueso, que con penoso esfuerzo supieron remover montañas y extraer los minerales necesarios para el progreso de otros. Eso es ECO DE CÍCLOPES.

domingo, 17 de abril de 2011

Presentación COCINANDO EN TIEMPOS DE VERANO.


Para los que conocemos a Antonio desde los tiempos del pan Bimbo no es de extrañar la aparición de este libro ya que en él se unen dos de sus pasiones confesables: cocina y literatura. Y digo literatura, porque no hay mas que leer alguna de las recetas para darse cuenta que Antonio no solo ha pretendido hacer un recetario, sino que aprovecha la ocasión para colarse y contarnos un cuento con paisaje de fondo. Un cuento, o sea un relato, pero con personajes que no son los de las novelas negras que tanto le gustan: mujeres fatales, asesinos misántropos o sabios matemáticos escondidos en una cripta, sino una ñora seca, una corvina de Cabo de Palos, un chato murciano o un crespillo de Cartagena. Por lo demás el relato corre en paralelo a uno clásico: principio, nudo y desenlace, tal vez sea ese el secreto de toda buena receta. O sea una compra inteligente, la cocina justa y a la mesa con un buen vino y mejores amigos. A la vez nos habrá deleitado con algún paisaje mediterráneo o con el sentimiento de gozo de ver felices a sus invitados. Parafraseando a Angel Montiel: podemos decir que al igual que una novela erótica y un mapa de carreteras, un libro de cocina si es bueno, irremediablemente se acaba leyendo con una sola mano. Pues los tres tienen implícita vocación de utilidad, esa cualidad de la belleza tan denostada hoy en día. Casi nada: sexo, viaje y buena mesa, las tres gracias que esperamos nos asistan hasta el fin de los días.

La primera vez que ilustré un texto para Antonio fue una noche de carnaval a principios de los 80 en un local veneciano llamado IL PARADISO PERDUTO donde cantamos, comimos y bebimos como posesos casi hasta el amanecer. Creo que fue aquella noche cuando nos hicimos amigos y lo sellamos con un pequeño poema y un dibujo sobre un papel manchado de aceite de oliva, o sea, casi todos los ingredientes de las cosas que habrían de importarnos mas tarde. Ese fue el lugar que Antonio eligió para huir, darse una tregua de esta Murcia ingrata e iniciarse en un arte que por aquel entonces sus amigos ni presentíamos “el del paladar”. Y ahí ha seguido constante, lo que en un principio parecía un capricho de juventud, un rincón donde fijar la curiosidad en medio del desconcierto, se fue transformando en su oficio, y ha acabado convirtiéndose en su “sacrificio” en el sentido que daban los antiguos a esa palabra: “sagrado oficio” que es sinónimo de ofrenda, aunque en su caso los ofrendados no seamos dioses, sino alguna princesa acompañada por un opositor a héroe pero con méritos de semidios. Estas ofrendas se han venido oficiado en sus pequeños templos, los nuestros: Los mares del sur, El vaporretto, Las cocinas del cardenal, Trapería 30 y también en su casa con la complicidad de la encantadora Marta, que asiste paciente a los desbarres efusivos de los invitados o del mismísimo Antonio.

Algunos años mas tarde de aquella noche veneciana y ya de vuelta a Murcia, Antonio recibió el encargo que un grupo de artistas le hicimos para el coctel de la exposición NUEVA YORK CON SUMA ARTE. Lo que iba a ser un simple complemento gastronómico para la muestra acabó convirtiéndose en una pieza mas de la misma, tal vez la mas atrevida. Un sinfín de canapés de colores instalados sobre el capó de un inmenso Chevrolet amarillo hicieron las delicias de los allí presentes, y aunque en un principio hay que confesar que teníamos algo de prevención, aquellos trocitos de colores comestibles volaron en pocos minutos. Recuerdo mi perplejidad cuando le pregunté ¿Antonio, esto no será venenoso? Él, mirándome con resignación me dijo: “Se llaman colorantes alimentarios y se pueden comer sin problemas”. Y que sabía yo entonces de esas cosas….

Antonio es para mi el Curro Romero de los fogones, y estoy seguro que firmaría la frase del maestro de Camas cuando después de una faena frustrada en el coso de la Maestranza, y ante los abucheos del público, dijo: “Yo no vengo aquí a la guerra, yo vengo aquí a hacer arte,” Y es que si una vez te ha sorprendido es posible que ese mismo plato ya no lo pruebes, por la simple razón de que a él ya no le pone. Antonio es un poeta, nunca ha dejado de serlo y menos en la cocina. Y ya se sabe que los poetas tienen sus riesgos pero cuando aciertan nos abren las puertas de mundos insospechados. Como pasaba con Curro, sus grandes faenas son tema recurrente de conversación entre la afición. Sin embargo en donde es insistente es en la necesidad de que la vida transcurra a su alrededor con la mayor intensidad y es que Antonio es un infatigablemente, aparte de la cocina: del amor, de la amistad y de la música.

Antonio pertenece a esa generación de creadores que por demonios o por viejos ya han pasado todos los sarampiones culturales y está empeñado en extraer lo universal de una cocina cercana, basada en recursos autóctonos y en una tradición que ya ha sido testada por siglos de ingenio, necesidad y sabiduría. Pero no se equivoquen porque la creatividad y la búsqueda no abandonan jamás su trabajo, y ahí radica su modernidad. No hay mayor gozo para los sentidos que sentarse ante uno de sus plato de nueva textura, con un aspecto sorprendente y al primer bocado sentir como te invade un sabor de estreno y a la vez profundamente familiar. Dice el coleccionista André Magnin: “el arte que me gusta es el que me hace descubrir una espera que desconocía”, creo que esta idea explica con precisión lo que puede pasarnos con algunos platos de este cocinero.

Pero Antonio no sólo tiene olfato para las perolas, también sabe oler los tiempos que corren entre otras cosas porque como todo buen autónomo los está sufriendo sin red, con la imaginación y la ética como toda protección frente a un futuro que si nos ha de sonreír será porque nos hayamos dejado la piel. Antonio a estas alturas ya no cree en los milagros pero si en la providencia, así que pasado el espejismo que, como no, también afectó a la cocina, sabe que de esta crisis sólo se sale con creatividad y sentido común. En este país de extremos siempre nos ha resultado mal imitar a otros, porque caemos fácilmente en la tentación del atajo y solemos quedarnos en lo superficial. Ese complejo de inferioridad con respecto a nuestras posibilidades es quizás lo que nos ha impedido tener una imagen solvente de cara al exterior. Y si esto es un pecado nacional, que decir cuando llega al paroxismo regional. Al final no nos queda mas remedio que reconocer que lo universal está mas cerca de lo que pensábamos y que si hemos de trascender será trabajando mas en poner al día nuestra propia cultura, que en alimentar franquicias en las que solo somos comparsa y poco mas. En otras palabras: tenemos mas posibilidades como digna cabeza de ratón que siendo una de las moscas que pululan en la cola del león.

Pero volvamos al libro. COCINANDO EN TIEMPO DE VERANO es un recetario oportuno para los días que corren. Llegó el buen tiempo. Si paseamos por los caminos de la huerta que aun queda, entre los chalets a medio hacer, podemos observar como los pequeños bancales resucitan. Los frutales abandonados se han vuelto a podar y en el ambiente flota el aroma de azahar, los corrales se pueblan de huevos frescos, gallinas y conejos, salidos de un pasado que pretendíamos olvidar. En el mar menor los pescadores hacen caldero a pie de playa con las morrallas de la pesca del día. Los mercados, centros de vida y paraísos de nuestra cultura mediterránea, huelen mejor que nunca. ¿Acaso no es una “performance” de energía exultante la plaza de Verónicas un sábado por la mañana? ¿Porqué razón tendríamos que abandonar estos últimos lujos que aún nos quedan? ¿A cambio de qué Big Mac con extra de pepinillo hemos de hacerlo?  Para los que no hemos probado manjar mas exquisito que la tortilla francesa de nuestra abuela o el potaje de acelgas con almendras de nuestra madre, pero que no podemos renunciamos al deleite de los contrapuntos o la sorpresa de una nueva experiencia, el libro de Antonio es un puente tendido entre esos dos mundos (tradición y vanguardia) que nunca debieron perder sus vínculos y que sólo pueden separarse desde posiciones estrechas como el purismo o el esnobismo.

Al igual que muchos pintores, confieso que me encanta la cocina. No solamente sentado a la mesa sino también con delantal. Nunca tomo como algo personal una mala crítica a uno de mis trabajos plásticos, pero reconozco que siento como fracaso un sonoro silencio sobre una de mis ensaladas o mi olla gitana con huevos escalfados. Dice a propósito de la pintura Roland Barthes “La pintura es hija de dos madres: la cocina y la escritura ”. De la cocina ha heredado la alquimia de la mezcla y la cocción, la gracia del aceite instalándose entre los huecos de la materia. De la escritura, la infinita polisemia de los signos y el rastro de la tinta que estría la superficie del territorio blanco. Tal vez por eso la historia de la pintura ha dado buenos cocineros ya sea por placer o por necesidad. De esto tenemos infinidad de ejemplos: Leonardo da Vinci confesaba sin rubor preferir los fogones de su taberna milanesa de LOS TRES CARCOLES a los encargos pictóricos del Conde Ludovico. Tanto es así que LA ÚLTIMA CENA pintada en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie es una de las obras mas deterioradas del renacimiento gracias a los apresuramientos y desganas sufridos en su preparación, mientras en el cuaderno de notas de Leonardo quedan reflejados el sinfín de menús que el maestro hizo preparar a sus discípulos como modelo para la composición. Una labor que lo tuvo de cráneo hasta que dio con el definitivo: Cristo y los apóstoles degustaron finalmente una anguila de río a la parrilla con rodajas de naranja. Un plato austero a la par que sofisticado, sin duda. Y que decir de los obsesivos retratos de frutas de Giuseppe Archimboldo, del embelesamiento carnal de Rembrandt pintando EL BUEY DESOLLADO, de las recetas del suizo Paul Klee, o de Gauguin, el buen salvaje, cuando armado de paciencia intenta educar a un desastroso Van Gogh diciéndole: “Nadie puede cocinar con semejante desorden, hay que poner todo en su sitio . Te lo enseñaré, coge unos tomates, los pelas, les sacas las semillas, los cortas en pequeños cubitos... un poco de albahaca fresca... unos pedacitos de queso. ¿Ves? Los colores se complementan... le agregas un poco de amarillo del aceite de oliva y ya está, no necesitas recetas, debes usar tu imaginación. Recuérdalo, cocinar es como pintar.”

Seguramente estaréis pensando a que vienen todas estas historias sobre pintores cocineros y demás zarandas. La verdad es que me apasionan estas pequeñas curiosidades o quizás quiera justificar mi presencia aquí y abordar de alguna manera lo que me vincula al libro: las ilustraciones.
Sinceramente reconozco que me hizo mucha ilusión que Antonio me confiara este encargo, y que desde el primer momento mi cabeza no paró de darle vueltas. Leí varias veces las recetas intentando empaparme del aroma que Antonio había destilado para corresponderle con unas imágenes que le hicieran justicia. Como en toda cocina que se precie, en la mía hay una estantería reservada a libros de recetas y obviamente me fijo mucho en las ilustraciones. La verdad es que los estilos son infinitos y se han hecho verdaderas maravillas, en este país tenemos unos ilustradores inmensos. Confieso sin embargo que las fotografías de cocina me dan cierto asco, incluso las mejores. Ya se que es una manía personal pero hay algo excesivamente pornográfico en la veracidad fotográfica de un asado de cordero. Los brillos, la intensidad del color me recuerdan a los libros de anatomía patológica, en fin que me quitan el apetito. Sin embargo cuanto mas libre es el estilo mas se excitan mis papilas. Uno de esos libros es un recetario titulado Manual de Cocina Práctica. Es una edición de los años 60 con un prólogo de los que empiezan mas o menos como: “Amable lectora, quisiera felicitarte por la decisión de adquirir este libro de cocina ya que demuestra tu inquietud por perfeccionar el arte de la alimentación que para una ama de casa es algo primordial…” tiene sin embargo unas ilustraciones anónimas con un buen gusto y una elegancia que me atrapa. Son una sencillas formas hechas con tintas planas a modo de collage, pero que resuelven con modernidad los temas del libro. Adoro el estilo post-cubista de esa época, es el mismo de las carpetas de los discos de jazz de nuestra adolescencia. Hay una ingenuidad balsámica en esos dibujos, una vocación utópica que me transporta a tiempos donde todo lo que estaba por venir era inevitablemente mejor. El caso es que inspirado por esas páginas me puse a jugar en el estudio con varios papeles de colores, recortando formas que poco a poco iban adquiriendo volumen: un pescado, un muslo de ave, un trozo de tarta, etc… Desde luego no pretendía ilustrar al pie de la letra las recetas, sino recrear el espíritu lúdico y veraniego con el que están escritas. Cuando ya tuve compuestos todos los elementos me dispuse a pegarlos sobre unos fondos que había preparado, pero al intentarlo noté que se encogía la libertad con las que habían sido construidos. Pensé entonces de nuevo en las fotografías de comida y en que evidentemente no me gustan, pero de los platos sueltos nunca he dicho nada, así que abrí un armario de mi estudio donde tengo restos de diversas vajillas que han ido llegando sin saber como y me puse a conjugarlos con los collages un poco sin querer, queriendo. Y de nuevo ¡zas! la magia de las formas ante mis propias narices. “Estas son las ilustraciones para este libro” pensé al verlas. Así que ahí están, espero no haberme equivocado y que aporten un poco de sabor a los ojos mientras intentamos cocinar una de las sabias recetas de Antonio.

Bueno, ya voy acabando y no quisiera hacerlo sin aprovechar para agradecer a Joaquín Dicenta el buen gusto en el diseño de esta edición. Y como no, felicitar a mi amigo Antonio Gras y a la editorial TRES FRONTERAS por este libro. Estoy seguro que cuando llegue septiembre las páginas de cada ejemplar de COCINANDO EN TIEMPO DE VERANO será un mapa de manchas y subrayados, ya que esa es la mayor gloria de un buen libro de cocina.


Murcia 14 de abril de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

Una conversación 1º. (Isabel Tejeda).

SESIÓN 22.8.99

ISABEL TEJEDA.—Hemos comentado en ocasiones como existen imágenes o modos que vuelven una y otra vez en tu trabajo. Viendo tu evolución con perspectiva, parece que hayas ido quemando fases, una detrás de otra. Tu desarrollo formal tiene un espectro muy amplio, sin embargo se dan ciertas coincidencias subterráneas que se han ido mostrando mientras veíamos cuadros para preparar esta entrevista. ¿Qué lectura le das?

ÁNGEL HARO.—Me parece curioso. No es algo que me obsesione pero de pronto me las he encontrado. Hay algo de verdad en el hecho de que la búsqueda del principio se parece bastante a la última búsqueda. Aunque las preguntas las haces mejor al final. La diferencia es que con el tiempo cuentas con más recursos, con más soluciones. Pero son preguntas muy parecidas. En los años 80 yo era más literal, más literario, pero sin darme cuenta estaba dando soluciones plásticas similares a las actuales.

I.—Como yo lo entiendo eran obras más narrativas; había una historia dentro de cada uno de esos cuadros, como si el cuadro se acabara en sí mismo.

A.—Por ejemplo, en Homenaje al marco (1980) planteaba que el marco era la obra, dejaba el interior vacío. Esa idea hoy no me interesa, pero sí desde el punto de vista de esas soluciones. También creo que somos hijos del momento. En esa época mis referencias directas eran Kosuth, Beuys... tenía veinte años y desde luego existía un planteamiento conceptual en las piezas. La primera gente que me interesó fueron los conceptuales.

I.—¿Cómo accediste a ellos?

A.—A través de lecturas, de catálogos. Puerto Lumbreras es un lugar desértico en todos los sentidos pero eso puede tener sus ventajas; cuando no tienes la más mínima oportunidad de ver arte debes bucear, te lo tienes que buscar tú. Me subscribí a revistas como Guadalimar que entonces tenía más interés. Las primeras piezas de Richard Long que vi fue en ahí. Tenía un amigo que estaba muy interesado por la música dodecafónica, John Cage..., etc. Nos veíamos y hablábamos de estas cosas. Éramos como una isla. Él ponía discos y yo le enseñaba cuadros; y en ese intercambio aprendíamos mucho.

I.—¿Qué estudiabas por entonces?

A.—Delineación industrial. Tenía una formación en dibujo técnico bastante fuerte me interesaban disciplinas como el diédrico. Es una gimnasia que me ha servido para pintar, porque te da una dimensión espacial muy potente. Mi formación era atípica. Por un lado era un tipo muy de frontera, sin pulir; pero por otro estaba buceando, necesitaba referencias muy contemporáneas.

I.—¿De niño ya querías ser pintor?

A.—Tenía tres opciones: pintor, payaso o astronauta. Lo de ser astronauta estaba jodido, sobre todo cuando me enteré de que había que ser americano o ruso (risas)... Creo que todos pintamos de niño. Yo siempre he dibujado. Era el típico de la clase que tiene buena mano. La decisión de ser pintor fue posterior. Lo del arte me permitía viajar, ir a ver museos como el de Arte Abstracto de Cuenca, que entonces me interesaba mucho. Pero aparte de esto, mi formación era teórica: empecé a leer libros de arte y bastante literatura, a Poe, a Jack London, Raymond Chandler, etc. Pero no vi un beuys hasta mucho después. Encontraba mucha relación entre la Gestalt y lo que yo aprendía en clase. El dibujo para mí no sólo era una herramienta para diseñar un objeto, le veía valores plásticos. Por eso empecé a dibujar usando lo que conocía, la geometría.

(Vemos unos collages)

I.—¿Cómo empezaste a hacer collage?

A.—Los materiales me interesan. Ten en cuenta que yo tenía formación manual, el taller de mi padre era una experiencia física muy directa. Mientras dibujaba en la escuela a la vez construíamos puertas de quince metros cuadrados o carrocerías de camiones. Eso me daba un control sobre el material, las uniones, y las resistencias, que después me ha servido mucho.

I.—Te interesaba también el Op Art, ¿no?

A.—Sí, porque hacían algo más cercano a lo que yo estudiaba. Empecé a dibujar con tinta china, entonces no existía el Rotring, con tiralíneas y a raspar con la cuchilla. Era una experiencia muy plástica. Me gustan aquellos dibujos, su mancha, la estela de haberse corrido la tinta. Podrían ser cuadros. Era como llevar algo muy frío a un lugar más íntimo. Esto es lo que mostré en mi primera exposición. Fue en un bar que se llamaba El caño en Lorca. Allí iban los anarquistas, los progres y los soldados.

I.—Antes deberíamos hablar de tu infancia en París ya que, en muchas ocasiones, me has comentado cómo te influyeron aquellos años, quizás más que en tu trayectoria en una actitud casi mítica hacia la profesión, hacia la pintura.

A.—París fue una experiencia familiar. Éramos los típicos emigrantes de los años 60. Mi padre aparte de trabajar como calderero, hacía carrocerías de aviones en una fábrica, los domingos iba a Montmartre. Yo le acompañaba y oía las conversaciones entre pintores; hablaban de Rembrandt, que si Sisley, que si Corot... A mí, como era un crío, me despertó el interés. Un señor se ponía en la orilla de un río y explicaba por qué ante un árbol sentía emoción y no ante otro. Y luego íbamos al Louvre, nos sentábamos ante los cuadros y hablábamos de ellos, de la historia del personaje. Recuerdo un cuadro que le gustaba mucho a mi padre. La coronación de Napoleón de David; me contaba cosas fantásticas de los personajes de atrás, sobre cómo estaban pintados... De esta manera excitaba mi imaginación. Aquel cuadro me parecía muy grande, mucho más de lo que es en realidad.

I.—Es cierto, las dimensiones son relativas y cuando somos pequeños todo parece gigante. Lo increíble es que, finalmente, la imagen que queda grabada es la primera, que es la más potente. Es sorprendente que la percepción adulta, más cercana en el tiempo y fresca, quede automáticamente anulada.

A.—Recuerdo perfectamente ese cuadro. La capa de armiño de Napoleón coronando a Josefina. Hay fragmentos de cuadros que se te quedan grabados y que vuelven como un flash-back cuando estás pintando.

I.—¿Por la fuerza visual que tienen algunas imágenes?

A.—Algunos fragmentos más que algunas imágenes. Ahora que hablamos de esto, estoy convencido que la capa de Napoleón está en muchos cuadros de los que estoy pintando. Ese interior tan blanco, con esos puntos negros... mucho más interesante que la cara de algunos tipos que están detrás, o de la misma Josefina. Y luego Rembrandt; en mi casa había un libro sobre él. Mi padre hizo una copia en el cristal convexo de un televisor viejo. Tenía un extraño misterio el cuadro mal pintado sobre esa superficie abombada. Aquel día no tendría lienzo y utilizó ese material que era como plástico. Te advierto que es una cosa que me aparece todavía: el hecho de que el soporte cree una obra diferente aunque la imagen sea la misma. Dentro del discurso del cuadro también está el volumen del bastidor, que lo convierte en otra cosa. En ese momento me vine a vivir a Murcia.

(Vemos unos dibujos de los 80)

I.—¿De qué vivías entonces?

A.—Me buscaba la vida. Trabajaba como delineante en un estudio de arquitectura en Lorca. Dejé el trabajo porque quería ser pintor. Comencé a conocer a alguna gente entorno a la galería Zero. A José María Párraga lo conocí el día que llegué, me lo presentó Marcos Salvador Romera. Conocí a Ramón Garza, a José Luis Cacho, a Alfonso Albacete, a Alejandro Franco... a un montón de gente. Había una exposición en las paredes de la catedral. Se llamaba De sol a sol.

I.—¿Era el momento del despertar del arte contemporáneo en Murcia?

A.—Podríamos decir que empezó antes con la generación de Mariano Ballester, pero no existía un puente. Esta era la primera generación que funcionaba como grupo, con Párraga, que no era tan joven pero estaba con ellos. José Luis Cacho era la figura de esa generación. Yo entonces ni pintaba, bueno pintaba pero ellos no lo sabían. Abrió la galería Yerba y empezó a traer exposiciones de Miró, Tàpies, Equipo Crónica... Recuerdo la de García Sevilla como una muestra escandalosa. Imagínate Murcia saliendo del Informalísmo y en ese contexto una exposición como esa.

I.—¿Qué ambiente se vivía en ese momento? ¿Existía una relación directa de los cambios democráticos con la eclosión plástica de la que hablas?

A.—Hubo una movida muy fuerte en los ochenta. Se juntaron varias cosas... los artistas o los arquitectos se mostraban, José Albaladejo abría Yerba... Hubo ese tipo de movimiento. Fue cuando nació aquella famosa Primera Semana de Primavera. De pronto la calle dejó de ser lo que hoy ha vuelto a ser. Era una fiesta popular, creativa, donde los artistas participaban. El Festival de Jazz, el de teatro, la aparición de un nuevo cartelísmo en la calle. de repente la fiesta era una fiesta culta ya no sólo de borrachos, aunque también. Ahora hay más distancia entre la gente y los artistas. Con Párraga se ha ido el último artista conectado con la calle. Yo aún viví eso. En aquel momento hice los primeros cuadros irónicos, violentos, que no estaban muy bien pintados; mucha gente que me tenía que dar la alternativa se tiró hacia atrás porque consideró que eran chistes y ellos planteaban que el arte era algo más serio.

I.—Estabas muy en sintonía con la pintura de la época, en parte de una manera intuitiva y también porque era lo que tocaba en esa generación; lo que me asombra es que se pudieran olvidar con tanta facilidad las actitudes hoy “clásicas” de ciertas vanguardias históricas, su tradición juguetona.

A.—Dadá me fascinaba; los surrealistas, sin embargo, no me habían interesado.

I.—Quizás porque los surrealistas fueron la vertiente más intelectual y manifiestamente política de la opción Dadá. El surrealismo de Bretón casi era totalitario, dogmático. Eso le quitó gracia... y juego ¿no?

A.—Picabia era mi artista favorito por su actitud transgresora. Tiraba la llave del arte a un pozo. Piensa en los cadáveres exquisitos. Por entonces frecuentaba un grupo de gente que conocí en Cuenca. Participábamos un poco de esa irreverencia, no importaba tanto la calidad de la obra sino lo que podía remover. Los temas eran los típicos: la religión, el sexo... la política menos. Por ejemplo, pinté “El Cristo de los conejos” (1983). Un Cristo crucificado con zanahorias y con conejos saltando por encima. Otro era Superstar (1983), un cuadro sobre el nombramiento de Karol Wojtyla; lo pinté todo con letras en dorado y el fondo rojo.

I.—Hay un punto en estos cuadros que conjuga el Expresionismo con el Pop, pienso por ejemplo en el cuadro del ciclista.

A.—Se titular “El día que me robaron la bicicleta” (1984); está inspirado en un fotograma de una película de Chaplin. La parte de arriba es Charlot agachado huyendo de la policía creo que en “El Chico”. Añadí la parte de abajo porque me parecía demasiado obvio, fue cuando entró la bicicleta. Hice toda una serie. Otra de esa época es “En todo trabajo se fuma” (1986) que está inspirado en una foto de Robert Frank. Este cuadro participó en una exposición colectiva en Lituania. Me parecía una provocación llevar un cuadro de este tipo a la URSS en un momento en el que se iniciaban las críticas al sistema soviético.

I.—Recuerda al realismo socialista, pero esta figura rotunda del obrero chirría con el sombrero y el cigarrillo.

A.—La idea era que el trabajo es un engaño que sólo sirve para alimentar al sistema. También en esa época hice unos dibujos neo-expresionistas en Berlín sobre el muro.

I.—Por lo que veo son muy Penck, muy de la época. Hay mucha información del contexto internacional artístico de la época. Eras muy Dada, pero a la vez dabas importancia a algo esencial en aquellos años: asumir una actitud pictórica, una defensa de la pintura. Y es curioso porque esa defensa de la pintura no tenía por qué convivir con la cocina. Observo que tú eras muy matérico.

A.—Son paletas usadas que aprovechaba. Me interesaban sus accidentes. No ha sido un tema recurrente. Los he ido haciendo cada vez que veía un cambio en mi factura pictórica. Los autorretratos no suelen salir del estudio; de esta manera siempre me quedaba con un cuadro de cada época. Pero luego con los negros ya no tenía necesidad de hacerlos, porque los cuadros eran autorretratos.

I.—Hay un continuismo en la utilización de fondos negros.

A.—Fue un momento importante en mi trabajo que se inició de una forma anecdótica. Me invitaron a hacer un mural en la calle con otros pintores. Había varios paneles y entre ellos unos negros que nadie quería. Cogí los negros porque como era el más joven elegía el último. Empecé a pintar la luz, a contornear las figuras como si fuera un contraluz. Así nacieron las figuras negras. Esto me llevó a pintar los lienzos de negro antes de empezar a trabajar. Años más tarde leí que Goya hacía lo mismo con las Pinturas negras, pero yo no lo sabía, fue un accidente. Tenían mucho movimiento porque estaban recortados, no son un dibujo. Los Negros son las primeras series conscientes, por un lado, como estudio anatómico y, por otro, como la relación entre el fondo y la forma. Aparece lo neo-expresionista, que es menos violento, más controlado...

I.—Dice Achile Bonito que los neo-expresionistas alemanes utilizan un movimiento histórico como un estilo, obviando sus contenidos primeros, su nacimiento como un lenguaje más directo y visceral.

A.—Exactamente eso es lo que pasa ahí.

I.—¿Cuándo fuiste a Nueva York?

A.—En 1985, con un grupo de artistas. Nos fuimos diez días. Al volver hicimos la exposición NY Con suma arte. Allí, los negros que yo pintaba tenían un sentido, por eso los de esa exposición son más pop.

I.—¿Tenías un cuadro como tu imagen de Nueva York, no?

A.—Sí. “Blue room” (1986). Hice unos apuntes allí y aquí los sumé a un desnudo y con alguna referencia al cine como El cantor de Jazz. El tema me llevaba a iluminar los cuerpos y a hacer carnaciones. Hubo gente que pensó que era un cartel de cine. Pintaba la figura humana bastante encerrada en el marco, tendiendo a comprimirla.

I.—¿Por qué pegabas los personajes al marco?

A.—Quería salir, era mi meta y esta comprensión era su imagen. Estaba harto, quería ver otras cosas, me aburría.

I.—Hacías imágenes tremendamente cinematográficas.

A.—Entonces iba mucho al cine.

I.—Puede que me equivoque pero veo que en esa época hacías imágenes propias. Muy vividas, eran provocadoras. Una provocación que se diluyó a medida que te contaminabas con la información, con unos elementos ajenos que, evidentemente, te eran imprescindibles para poder continuar creciendo, para salir fortalecido.

A.—Era ajeno en la temática, pero me estaba encontrando con el lenguaje y los materiales.

I.—Quizás trabajando de manera absolutamente visceral e intuitiva y en temas propios te hubiera sido más difícil centrarte en el lenguaje, en la propia pintura.

A.—Bebía del arte contemporáneo interesado por formas que yo no había creado, sino que otros habían masticado previamente. En España curiosamente me interesaban los Crónica desde el punto de vista del discurso pero no de la pintura. Me gustaba mucho Tapies y me sigue gustando.

I.—¿Irte fue una opción que siguió otra gente?

A.—Me fui a Madrid con el fotógrafo Pepe Franco. Un año más tarde gané la beca de la Comunidad Autónoma. Allí pinté la exposición “Robín de agua”(1989).

I.—¿La beca implicaba la exposición?

A.—Sí. También en Madrid pinté los cuadros de Contraparada 8 (1987) en la que estaban Sergi Aguilar, Rafael Monagas y Antón Lamazares. Me habían elegido por los Negros pero me pilló en una fase de agotamiento: fue el momento en que estaba más interesado por el fondo de las figuras y, por tanto, atraído por el paisaje. Por un paisaje muy concreto. No quería despegarme de la figura negra pero sí de la idea de un personaje dentro del paisaje. Quería alejarme e irme más hacia la pintura y lo más pictórico eran los fondos. Empecé a trabajar sobre los objetos en el paisaje y su sombra, pero una sombra rabiosa que tenía la misma intensidad que el negro de la figura. Estos eran los cuadros del claro de luna en las ramblas de arena blanca. En “Dónde estás que no te veo” (1987) la idea de ausencia está presente en el título. Ahí empecé a introducir ciertas herramientas que más tarde desarrollaría en Robín de agua. Eran cuadros muy matéricos, pasaba de una obra de mucho color a una obra en blanco y negro. Había un cansancio temático y empecé a buscar otras soluciones, obviando los elementos más ilustrativos.

I.—Era la primera vez que te centrabas en la pintura-pintura; hasta ese momento habías trabajado más con la imagen.

A.—Sí. Hice unos bocetos que llevé a gran formato. Más tarde unía la sombra al objeto lo que daba una imagen abstracta, confusa, un resultado distinto. Aún no me atrevía a hacer abstracción y me apoyaba en ese truco. La referencia también venía del romanticismo alemán. En alguna crítica se calificaron por la melancolía y la soledad como obras metafísicas. No había humor.

I.—¿Cómo fue tu experiencia en Madrid?

A.—No me integré demasiado. Yo venía de un entorno diferente y no muy exportable en Madrid: un chico de provincias, un francotirador. Esto no era un buen pasaporte para el Madrid de entonces. Aparentaban ser muy libres pero todo el mundo tenía familia. Los apoyos familiares son muy importantes porque puedes trabajar y puedes esperar, aparte de que si no tienes cualidades no pintas, evidentemente. Tienes que ser pintor pero luego si no tienes los medios te quemas. Es así. Estaba en Madrid pintando yunques de aquellos... Un día vino un crítico a mi estudio y la cara que puso no reflejaba solamente que no le gustaba sino que no entendía de dónde venía un tipo pintando yunques. Frecuenté algunos ambientes artísticos pero olía una actitud frívola que me molestaba.

I.—Me parece lógico que precisamente en Madrid pintaras el lugar del que estabas desposeído.

A.—Mi padre y yo teníamos una relación tirante, bueno el típico problema generacional, en la inauguración se relajó y entendió que estábamos más cerca de lo que parecía. Se dio cuenta que tenía que dedicarme a pintar. Acababa de conocer a Isabel. Eran muchas cosas... “Robín de agua” es un título precioso de Ángel Montiel “robín” viene de “enrobinado”, o sea oxidado. La exposición fue sorprendente, lo vendí todo y pude seguir en Madrid.

I.—Este año has vuelto al tema de la fragua con la carpeta de grabados sobre La fragua de Vulcano (1999). En la interpretación de obras de la historia del arte de otras obras, me llama la atención que, mientras en otros autores el modelo va desapareciendo, en tu trabajo persista una mezcla entre método y creación en la que el cuadro original sigue presente. No es un punto de partida sino un objeto de estudio.

A.—No suelo hacer revisiones. Este es un caso especial. Era una cuestión sentimental. Se daba la circunstancia de que el objeto que me inspiraba era un cuadro. Una lámina que ha estado durante años en el taller de mi padre.
Además había sido el origen de Robín de agua y jamás lo había mostrado.

I.—¿Cómo surgió?

A.—Uno de los bodegones que forman los 12 módulos en los que yo divido La fragua era el primer dibujo de Robín de agua: esos bodegones de yunques con martillos que funcionaban como imágenes autónomas. Me fui a algunas partes del cuadro y allí desarrollé la temática. Era, en realidad, una reconciliación con el pasado. Como una cura de humildad en la que reconocí que allí había aprendido cosas que me servirán siempre. Fue también un homenaje a mi padre. Era, aún con esa iconografía universal, un mensaje íntimo. Velázquez es un artista en el que no me fijé hasta muy tarde. Me interesaba más Goya. Cuando viví en Madrid me di cuenta que Velázquez podía abrirme puertas que desconocía. Entonces descubrí La fragua, no la lámina que había en el taller. Fue como una revelación. ¡Ahí tenía el original de la imagen que me vinculaba con mi pasado! Yo no quería llevar el cuadro a mi terreno. Deseaba trabajar como un forense. Ser aséptico y distanciarme. Nunca varié elementos compositivos ni lo falsee. Era el juego de los 12 módulos. Esto lo he hecho diez años después como una deuda a Robín de agua.

I.—Volvamos a principios de los noventa.

A.—En 1991 volví a Nueva York. Allí conocí a María Estelrich, marchante que llevaba a la generación española de los ochenta. Me puso en contacto con algunas galerías; una de ellas fue Samuel Dorsky, el galerista era un amante del arte contemporáneo español. Le interesó mi trabajo y se quedó varias piezas. Era una obra muy sobria: desaparecían los yunques, eran hierros que se retorcían. Los elementos eran más abstractos. Al volver, la galería Eladio Fernández me hizo una exposición. En ese momento pensé que me había reconciliado con Madrid pero duró poco. No se vendió obra, no hubo crítica. De hecho no hice una segunda exposición porque Eladio me dijo que el gobierno vasco le subvencionaba exposiciones de vascos y como yo no lo era... Entonces alquilé un estudio en Segovia y empecé la serie de las sombras. Surgió la posibilidad de exponer en la Muralla Bizantina de Cartagena. Cuando tenía pintados cuarenta cuadros entendí que no era eso lo que quería hacer. Me fui a Cazorla con Fernando Sancho. Allí había manchado una tela, la había dejado secar sobre la hierba —como hacían las mujeres antiguamente. Cogí un marco viejo y lo dejé caer encima y de pronto lo vi: salió la gran barriga. Le dije a Fernando “¡nos volvemos a Segovia que tengo que trabajar!” Empecé a expoliar en las casas viejas buscando materiales. Quemé 38 cuadros de la serie anterior y dejé dos que me gustaban para mí. Titulé las nuevas piezas “Cachorros”(1991) porque eran muy pequeñas.

I.—¿Entonces volviste definitivamente a Murcia?

A.—Sí. Isabel estaba embarazada. Todo lo que había hecho en Segovia, todos esos cuadros con barriga, llenos de paja, eran una premonición. Isabel tenía que guardar reposo, por lo que estaba siempre a su lado en casa. Como allí no tenía espacio comencé a hacer unas pequeñas acuarelas: la serie Amniótica(1991) también aprendí a cocinar. Cada vez que se movía el feto yo hacía una acuarela, como en una reproducción de su movimiento. Al final me encontré con 150 piezas. Las metí bajo el cristal de una mesa como hacía mi abuela con las fotos de sus nietos. De manera más consciente expuse en Zaragoza “El cachorro nómada”(1994).

I.—Sabes lo que me llama la atención de tus “Cachorros”: su fuerte carga táctil. Una carga que no está exclusivamente en función de su tridimensionalidad. Las barrigas son casi cuadros. Están a medio camino. Hasta los Cachorros son cuadros de pie. Se convierten en objetos para ser tocados, para ser abrazados. Más que esculturas son objetos. Su pobreza...

A.—No es pobreza, es humildad. Utilizaba la sabina, una especie protegida muy olorosa que tiene connotaciones mágicas. No quería nada sofisticado, quería que todo fuera muy natural.

I.—No son povera en sentido estricto. Hay una elaboración de connotaciones antropológicas. Y vuelvo a encontrar la misma melancolía, que parece que es una característica que define gran parte de tu trabajo. El objeto viejo buscado, no encontrado aleatoriamente, es algo muy romántico.

A.—La idea de melancolía siempre me ha perseguido.

I.—Lo que me despierta, hoy cuando cogíamos la pieza pequeña, es ternura. Ese poquito de paja que sale de la tela negra que guarda manchurrones blancos de pintura que cayeron en alguna ocasión.

A.—Ten en cuenta que el tamaño es parte de su discurso. Jamás hubiera hecho un cachorro grande.

I.—En las barrigas encuentro un peso excesivo del marco. Sin ese refuerzo serían paradójicamente más contundentes; la madera tan limpia, tan trabajada, choca con su vocación natural.

A.—Venía del cuadro y necesitaba una referencia. Si te fijas en el Cachorro nómada que hice dos años después ya no hay vetas de madera, los sacos ya no tienen agujeritos por los que sale la paja, todo es más frío. Está menos implicado en la naturaleza.

I.—Por eso más que la naturaleza veo en este trabajo connotaciones humanas.

A.—Me refiero a la naturaleza en cuanto a lo orgánico. Esto me recuerda lo que me dijo Julián Schnabel cuando acabó un taller suyo en el que participé: “El arte no es arqueología, es poesía”. Creo que se refería al aspecto melancólico y que puede dar sensación arqueológica en mi trabajo.

I.—Fue un tanto taxativo. La idea de ruina ha estado presente en muchos momentos del arte europeo y eso no lo invalida. No es una cuestión incompatible con la poesía. Se puede mirar hacia adelante y hacia atrás al tiempo y hacer una revisión interesante. El problema quizás es que él es americano y no acaba de entender nuestra atracción por el pasado, por la historia que, guste o no, es una característica muy nuestra, un continum en el arte europeo.

A.—Pero el arte a veces se puede deslizar hacia terrenos pantanosos; la arqueología tiene eso, te puede llevar por una recuperación poco edificante.

I.—Bueno, lo rondaste en algunas obras pero tampoco abusaste de esa idea de huella. Y creo, si me lo permites, que es a partir de entonces cuando tu trabajo tiene verdadero interés. Los cuadros de sombras son interesantes pero en los “Cachorros” ganas en emoción.

A.—Es posible. Era una experiencia vital intuida y por eso tienen esa carga. Dejé de hacerlos porque pensé que era respetuoso gastar sólo lo justo de esa emoción. Algunas obras posteriores han salido de ahí, como la que presenté en V Bienal de Escultura de Murcia en 1994, titulada: “Tiempo tras el tiempo”, es un tema de Miles Davis muy conocido. Volvía a una emoción después de haberla vivido.

I.—Esas piezas ya son esculturas frente a los Cachorros que son objetos.

A.—Son tan frías como la pieza de Davis. Hablo mucho de él porque me ha enseñado a ver ciertas cosas, me ha abierto ventanas. Yo no entendía la emoción como algo distante. Esto me ayuda a dosificar mis emociones y a construir con ellas. El cachorro es más grande, es un adolescente. También hice “Estrella”(1996) que presenté a la Bienal de Almería y las dos piezas seleccionadas en Propuestas (1996) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Al final se convertían en muebles.

I.—No creo que sea exclusivamente un problema de tamaño. Hay algunas muy vividas. Eso es el objeto: algo que convive contigo, algo de tu entorno.

A.—Hay otra cosa ahora que lo pienso. Los cachorros primeros son más gestuales en el proceso, no hay un proyecto de escultura detrás. Son automáticos. Parece una contradicción que una escultura sea automática.

I.—¿Por qué?

A.—Por un problema de materiales. El automatismo en escultura es muy difícil. El primer “Cachorro” fue automático: estaba jugando con un cojín y salió.

I.—Sí, es como la muñeca de una niña pobre. Un poco de trapo y poco más.

A.—Quizás aparece mi parte femenina. Imagina lo que es pasar de los negros más resultones e ilustrativos y tirar a la contra, el deslizamiento me hubiera llevado a hacer más negros en otras actitudes. Si te fijas hay una progresión de los Negros a los Cachorros.

I.—Puede que su ser rotundo.

A.—Los Cachorros de bronce, que son estudios de los gateos de mi hijo Ángel, se apoyaban en tres patas y eran tan figurativos y rotundos como los Negros. Hay algo escultórico en esos Negros, además son chatos.

I.—Como tú. Tu eres chato. Tu físico es chato.

A.—Pepe Franco me decía un día que mientras lo feo puede ser comercial, lo chato no. Es un concepto estético de difícil difusión. Hablábamos de la barriga de Sánchez Ferlosio y de lo chato. Más tarde volví al soporte plano, al papel. Las acuarelas nacieron al tiempo que los Cachorros.

I.—No existe una relación formal, encuentro que son más bien obras conectadas por las experiencias vitales que tenías en ese momento...

A.—Lo que me atraía era el tema. Puse en práctica el no-estilo. Yo nunca había pintado con acuarela. en el verano de 1994 se incendió la sierra de Moratalla. Era un día con 48º y yo estaba fundiendo los Cachorros a 1800º. Había calor por todos lados. Entonces empecé a manchar con acuarela roja. Al principio no había intención de hacer un cuadro. Lo titulo 48º (1994). VIH una posible puerta: trabajar con agua sobre papeles grandes. La primera exposición con este trabajo fue una itinerante que se llamó Acuarelas. Después vino la individual en la Galería La Aurora.

I.—Son imágenes muy acuáticas mientras que ahora aprecio en tus piezas una idea de lo aéreo. No creo que sea exclusivo del material, aunque es importante que entonces trabajaras con acuarela y ahora con pastel, pero piensa en cómo consigue con pastel Odilon Redon sus imágenes acuáticas. Piensa en alguna de sus Ofelias. Las acuarelas eran como marañas cerebrales, de ahí el agua. Los cuadros actuales son más racionales, más limpios, como estructuras de construcción.

A.—Las acuarelas eran más automáticas y por eso las titulé "Máquinas"(1995). Está presente el interés de coger un material y convertirlo en otra cosa. Eso me ha costado discusiones con los puristas. Primero por el tamaño, por el tratamiento y por meterle al final el pastel negro. Decían que lo que hacía no era acuarela.

I.—Es que los acuarelistas, desde el principio, hicieron de una técnica un género.

A.—Claro. ¡Qué tontería! Un óleo es sólo una técnica utilizada por gente en diferentes épocas bajo parámetros distintos, igual que la acuarela. Romper con eso me apetecía mucho.

I.—También rompías con la figuración, porque desde entonces funcionas con imágenes abstractas o resultados abstractos. Aún en los Cachorros hay ligazones con lo figurativo, referentes cercanos a lo real o a lo simbólico. Aquí ya no. La temática es la propia pintura.

A.—Sí, porque incluso Amniótica es figurativa.

I.—Pienso en aquella frase, creo de Kandinsky, que decía que él nunca había sido un pintor abstracto porque partía de referentes reales. Ser abstracto no es sólo un resultado, sino también una actitud.

A.—En estas acuarelas aún hay un ramalazo porque, aunque paisajes, son paisajes abstractos. Se titulan “Fosca” (1996), que es la neblina que se crea en el agosto murciano cuando hace mucho calor. Es trabajar sobre el límite del calor.

I.—Algo que cualquiera que viva en agosto en Murcia comprende.

A.—Sobre estos cuadros me cuesta más hablar.

I.—Hablan por sí solos, no necesitan andamiaje. Son mallas que funcionan como una pantalla que no te dejan entrar, con la excepción de esas pequeñas entradas de aire.

A.—Con respecto a las mallas, es que la idea de obstáculo me atrae mucho.

I.—En los cuadros que haces ahora el obstáculo es más concreto. Es la negación de la que hablábamos cuando comentábamos los fragmentos substraídos a obras punteras de la historia del arte y que ya se encuentran dentro del imaginario colectivo de nuestra generación. Preferimos el cuadro recordado, a su versión históricamente más fiel. Me decías que hay gente que le tiene miedo a esas negaciones de tus pasteles, que rechaza esas bandas de color rojo o blanco que obstaculizan la entrada visual.

A.—Quizás estoy plantando un cuadro delante del cuadro que hay detrás.

I.—Quizás tachas. Vas más allá de la idea del collage; es como taparle los ojos a las fotos de la policía en la prensa, se tapa su identidad. Se te niega la entrada y también el conocimiento absoluto.

A.—Es curioso que digas esto porque tengo una colección de retratos tapados y recortados de la prensa. La llamo “El rostro de Caín”. Esa negación de la identidad, puede ser cualquiera.

I.—Como el conde Lecquio y las fotos de su desnudo, ¿no se le veía la cara, no?

A.—Eso es que tu no la mirabas (risas). La gente piensa que al tachar no quieres pintar.

I.—Estoy pensando en los arrastrados de Richter que son otra forma de negación.

A.—Los tengo muy presentes cuando pinto. Cómo se puede construir una imagen negándola. Hay gente que le molesta que tape un cuadro de esos porque le gusta lo de atrás. Que se sientan así significa que el cuadro ha sido eficaz, es un sentimiento que me apetece provocar.

I.—Provocar rechazo con algo tan etéreo y delicado como el pastel. Enfrentar el pastel al óleo, o dejar que el óleo ante un competidor exprese cuan agresivo puede ser. ¿Sabes que creo? Que si los cuadros no mantuvieran esa negación serían totalmente bonitos, demasiado.

A.—Exactamente. Y sí que hay un intento de acabar con eso. Yo me canso de mis modos y eso es una manera de romperlos.

I.—Esto quedaba clarísimo en cómo se acercaba Joan Hernández Pijuán a los alumnos del taller que dio en Blanca. Si recuerdas, intentaba todo el tiempo deshacer los cómodos tics que cada uno nos construimos, los intentaba matar para no ensimismarse, para continuar adelante descubriendo, pintando.

A.—“Alejarte de ti”. Empleaba esa frase. Así puedes llegar a sitios sorprendentes. Pijuán de lo que habla todo el tiempo es que si tú no te emocionas raramente conseguirás emociones con tu obra. Mucha gente me dice, ¿por qué cuando haces esculturas no las haces en hierro? Y es precisamente porque lo conozco demasiado y pocas sorpresas puede darme con relación a la madera o la tela. Por eso he hecho acuarelas o pasteles. No controlaba la técnica y eso me interesaba. Descubro cosas de mí que no conocía. Cuando entro en un modo me aburro y cambio de material; quizás lo que me pasa con el pastel es que empiezo a controlar: cómo poner acentos, cómo crear masas, cómo ensuciar.

I.—Lo curioso es que cuando haces un cartel o una escenografía lo que estás pintando en ese momento aflora en estos trabajos.

A.—Es cierto. Por ejemplo las escenografías de “Bastián y Bastiana”(1999) o “La voz humana”(1998) están muy ligadas. Me acuerdo que me dijiste que eran un cuadro mío y me gustó que lo dijeras porque llegué a pensar que veía mis cuadros por todos lados. También estaban en la escenografía de “Hamlet”(1999). Pero volviendo a los cuadros, hubo un momento en el que empezó a entrar el pastel para reforzar unas zonas de la acuarela que me parecían blandas, hasta que me deshice de la acuarela y empecé a arrastrar el pastel. Me excitaba poder convertirlo en otra cosa, pasar de su resultado aterciopelado a algo más duro. En lugar de acariciar el pastel, incrustarlo en el papel con la piedra. Sale entonces una mancha cercana al óleo.

I.—El pastel te permite pasar de lo duro a lo etéreo con relativa facilidad.

A.—Eso es una ventaja, porque tiene un registro muy amplio. Hay un dibujo de mi hijo Ángel, es una maraña muy dulce y luego un momento en el que insiste en una forma cuadrada dentro de esa maraña pero con el mismo trazo; consigue con el lápiz crear fondo y forma, atmósfera y figura, en una misma sesión. Con esa técnica hice “Interior sonámbulo”(1996).

I.—En medio estarían aquellos cuadros que hacías cuando te conocí hace casi dos años y que me recordaban tanto a las atmósferas de Vieira da Silva. Eras muy constructivo, aunque no menos lírico.

A.—Fue un intento de acercarme al óleo, pero no seguí porque no le veía posibilidades de crecer en tamaño y eso me molestaba. Lo guardé en un cajón. Ya reaparecerá.