Supongo que es necesario empezar con una disculpa, ahora que la directora de Arco, Rosina Gómez Baeza, ha establecido las nuevas reglas. Quienes no somos coleccionistas, potenciales compradores de arte, comisarios, críticos, desde luego artistas, o carecemos de algún tipo de aproximación al ‘enterado’, no sólo no pintamos nada en esto, sino que estorbamos. Hace mucho tiempo que habían llegado a este punto, pero nunca se había dictado el veto con tanta precisión desde un alto púlpito oficial del arte contemporáneo. Quienes por una desfasa educación habíamos entendido que el arte era patrimonio común, abordable desde cualquier instancia individual, sometido a la intemperie incluso del juicio popular, somos advertidos ahora de que se trata de un producto codificado, sólo evaluable por unas leyes de mercado que ni siquiera se establecen en la plaza pública, sino por un selecto sanedrín, aunque hay que advertir que variado y no siempre bien avenido, que rige esta gran industria. No es extraño, pues que abunden los artistas que combinen una falta de complacencia, incluso violenta, con el público, con el total acatamiento y postración ante la crítica. Podríamos decir, desde los planteamientos tradicionales, que los términos se han invertido. Ahora no es el artista el que se impone: ha dejado de ser el sujeto del arte, pues este papel queda en manos del crítico, el comisario, el feriante o la bienalista. De modo que al margen de este entramado, la percepción espontánea de quien acude a la contemplación de lo artístico por estímulos tan devaluados como la vieja inquietud de hallar elementos de goce estético o revelación espiritual, es decir, vías de comunicación intelectual, queda fulminada frente a la necesidad de acceder previamente a un código que convalida la obra de arte en términos que establece la nueva impenetrable academia, trasunto del mercado, que a su vez abarca hasta aquello que queda fuera de él, pues toda expresión artística ha de ser convalidada por la mirada experta de quienes se erigen en árbitros y dictadores del precio, confundido este concepto con el de valor artístico.
En este contexto, cuya descripción ni siquiera puede suponer ya una denuncia, pues la estructura ha sido interiorizada cínicamente por quienes han sustraído al arte del público para darlo a una masa papanatas y aquiescente, cualquier comentario ajeno de la nueva dictadura del comisariado incurre en intrusismo. Este es el motivo por el que empiezo pidiendo disculpas. No pertenezco a la clase de los expertos, ni siquiera he mostrado mera curiosidad por indagar en los secretos que podrían revelarme algunas de las claves que manejan los estetas de oficio. Soy, por el contrario, de los que esquivan deliberadamente las introducciones literarias de los catálogos y una buena parte de las páginas de crítica de arte de los suplementos y revistas culturales, pues hace tiempo que llegué a la conclusión de que muchos de estos textos, construidos con un metalenguaje inane, poco tienen que ver con lo que les sirve de pretexto, es decir, con el arte.
Pido disculpas porque este comentario va a discurrir en términos ajenos a una disciplinada jerga sin cuyo andamiaje podría ocurrir que en tan delicado territorio acabáramos en algún desvarío del que el primer perjudicado pudiera ser el artista del que vengo a hablar.
Ángel Haro. Empiezo por justificar el término ‘incomodidad’ que he elegido para titular este comentario. Debe quedar alejado, en lo artístico, de cualquier connotación exterior a la inquietud íntima del propio pintor. No alude, en lo que aquí interesa, a ningún desacuerdo social que inspire su obra o a una auto imposición de transgredir normas en lo estético para hacerse notar. La trayectoria de Haro es ya lo suficientemente amplia, y nos permite observar una evolución perfectamente clasificable en etapas y modulaciones tan compactas y rotundas que el salto de unas a otras sólo puede obedecer a lo que por aquí definimos como ‘mal de azogue’, una incomodidad congénita incompatible con la tentación de detenerse en hallazgos que en otra personalidad habrían servido para fijar la totalidad del itinerario. Si rebobinamos el currículo del pintor encontramos tantos pintores en uno, y tan aparentemente diversos que una exposición antológica suya podría pasar por ser una colectiva. Un hecho que contradice ciertas leyes de acomodación al mercado, que siempre exigen guiños de identidad y reconocimiento.
Aquel primitivo Ángel Haro del ‘Papa Superstar’, tan provocadoramente kitch; del ‘Simón del desierto’ cuyo soporte se avenía a los contornos de las figuras, o del casi surrealista, pero desde luego delirante ‘Cristo de los Conejos’, de haber persistido convertiría hoy al pintor en un avanzado de la interacción con el cómic o el collage más desprejuiciado tan prodigados después, curiosamente lo que en su tiempo contribuyó a que en la percepción de algunos preclaros apareciera como un creador demasiado informal, frívolo o juguetón, lo que entonces se tenía por inconveniente y anunciaba un corto recorrido. No digamos nada de otro Ángel Haro que vino después, el de ‘los negros’, que revelaba una fuerza salvaje, incontenida, y cuyo desbordamiento físico y vital se traducía en una ternura que calaba mágicamente en quienes contemplaban la obra. Hay todavía quienes no han conseguido sumergirse en los mundos que Haro ha creado después por estar prendidos de la nostalgia de aquellas composiciones repletas de una vitalidad de la que parece imposible desengancharse. Cuantos cantos de sirena no habrá escuchado Haro para que retorne a la figuración tan exótica como cercana que tenía la virtud de unir de manera tan sutil e inesperada la pintura, el cine y la música, es decir, aquello que es capaz de rasgar el velo de las emociones con algo tan inerme como un simple cuadro. Sin embargo, a Haro le bastó con esa etapa, como en otras anteriores y en las que vinieron después con encontrar señales del camino que le condujeran a otros horizontes, más complejos, más difíciles y de más riesgo para dejar atrás un espacio cómodo en el que podría haberse repetido hasta la saciedad sin que nadie se lo hubiera reprochado, e incluso podría haber evolucionado de manera menos brusca para el cuidado de sus intereses.
Pero el virus de la incomodidad no le ha permitido nunca relajarse en la complacencia. Ha roto amarras incluso en momentos en que no tenía la alternativa o ésta era sólo una intuición, un sueño, algo todavía intangible. La incomodidad, es decir, la búsqueda inagotable, la exploración sistemática sin marcar el camino de vuelta.
Pero esa especie de insatisfacción abisal que crece precisamente cuando el pintor ha acabado por atisbar aquello que creía andar buscando no se limita sólo al propio campo expresivo. Haro ha mostrado a lo largo de su trayectoria una independencia radical respecto a su entorno. Y así se ha ido zafando de imposiciones, sugerencias, orientaciones, ayudas bienintencionadas, consejos y dirigismos varios. Su vocación casi suicida por deslindarse por sistema de los territorios ya conquistados hace surgir de manera inevitable a su alrededor un instinto de protección semejante al paternalismo que conduce a quien se le acerca a tratar de salvarlo de su propio vértigo. Sin embargo, el artista escapa siempre de esa presión, a veces dejando atrás sentimientos de incomprensión, frustración o pérdida. Quien no se detiene a hacer estallar sus propios corsés, a salvarse de sus propios cepos, con más razón burla las trampas exteriores que le quieren trasladar al campo llano, al apaciguamiento en tramos transitados.
Como la pintura está siempre al borde su acabamiento y el impulso de Ángel Haro desborda lo que pudiéramos entender por oficio, y resulta desde su origen un combate que exige entrega absoluta, vital, el pintor no duda en acudir a los límites, y en hacerlo sin premeditación, ajeno por completo a poses o imposturas. De esta especie de forcejeo en los márgenes donde el artista se prueba una y otra vez tratando de despojarse de adherencias e ignorando las señales de circulación salen a veces deslumbrantes revelaciones que, todavía a estas alturas, producen impactos indigeribles. Podríamos señalar aquí el hito de sus ‘cuadros preñados’, aquella insólita serie en que los irregulares marcos se convertían en el cuadro mismo comprendiendo una bolsa de paja en ocasiones rasgada, dejando ver su contenido. Fue una de sus indagaciones en el límite, en la que abundó más allá de lo que en su entorno muchos creyeron prudente, pues otra vez se trataba de un camino alejado de toda conveniencia. Sin embargo, el pintor encontró ahí una infinitud de registros, un fascinante laberinto por explorar, y en modo alguno se dignó a retroceder. Puede, en efecto, que aquella intensa etapa lo alejara de las más elementales exigencias del mercado, pero resultó para su experiencia un goce creativo único, estimulado por la soledad, ya que nadie, quizá ni él mismo, podía predecir cada nuevo paso futuro. Es en esos callejones donde Haro se enfrente a las emociones más vibrantes, cuando decididamente traslada a los demás la sensación de pánico. Y si ahora retrocedemos a esa etapa no hay más remedio que constatar su coherencia, admitir que la fortaleza creativa de un proceso tan febril rara vez aparece en un artista con la virtud de tensar sus energías, vaciar sus ansiedades, purificar sus abismos. Y además, había un camino.
A Haro no le fue necesario dar un salto, sino simplemente avanzar. Y de aquellos ‘cuadros preñados’, lógicamente nacieron los ‘cachorros’. Resulta que en aquellos cuadros de paja anidaba, como era premonitorio, la escultura; conducían a ella, eran ya su feto. Y digo bien, feto, porque en el intermedio Haro hizo una excursión por un cierto minimalismo casi germinal al que hay que prestar mucha atención, porque desde entonces nunca ha escapado de él.
El pulso contra la reducción del espacio pictórico le ha llevado intermitentemente a la escultura, donde en teoría queda más espacio por explorar, entre otras cosas porque para Haro los materiales son inabarcables. En la escultura ha rehusado casi siempre los materiales clásicos para recurrir al desecho, a la pieza de derribo. En el escombro, en todo lo que ha perdido su utilidad, encuentra un recurso para incorporar a su vocabulario. Curiosamente, cuanto más se sale de la pintura para acabar en la escultura más rutas encuentra para iniciar el camino de vuelta a los cuadros. Es un recorrido circular. Cuando Haro hace escultura lo sabemos porque la pieza adquiere las dimensiones precisas, pero uno nunca está seguro de que el creador sea consciente de que está haciendo algo que no sea un cuadro. Haro entra y sale de la escultura como sin querer, como sin saber. En realidad, muchas de sus esculturas son pinturas, y viceversa. No hay una dedicación preconcebida, sino resultado. Hay que recordar que Haro ha llegado a presentar toda una exposición de pintura sin pintar, nada menos que en la sala Verónicas, y varias colecciones de escultura para colgar en las paredes. Haro entra y sale. Es un artista de la materia, y la materia no obedece a cánones. Sale de la pintura cuando la materia le pide espacio, y regresa a la pintura cuando la materia se le agota.
En este proceso hay un entreacto. Y es la faceta de Haro como escenógrafo teatral. Una dedicación en principio alimenticia, casual, fortuita, de encargo, ajena por completo, en apariencia, al punto cero de que parte toda creación individual. Pero no hablaríamos de esta ocupación si no se insertara significativamente en su trayectoria artística, hasta el punto de que, acabada la representación teatral, queda el elemento escenográfico con un valor plástico propio, ya disociado de la funcionalidad escénica. Las escenografías de Haro son, acabada la función, instalaciones autónomas que permiten una lectura en todas las dimensiones más allá de pintura y de la escultura. Curiosamente, los elementos escenográficos que Haro ingenia dan una noticia sintética de todo su proceder histórico. Hablan de la concisión en el lenguaje, de la austeridad rigurosa en lo material, del más arriesgado atrevimiento formal a la vez que de un contenimiento funcional que permite el acceso al relato. Es, como digo, una síntesis de su trabajo artístico que desvela en lo que parece un trabajo de apoyo, destinado a una creación colectiva, las claves de su apuesta individual. Sus piezas escenográficas son tan reveladoras que por fuerza debieran incluirse entre sus trabajos independientes una vez que cae el telón y pierden su utilidad teatral. Para ver algunas de las mejores exposiciones de Haro hay que ir al teatro.
Tal vez lo que propongo ahora sea una interpretación demasiado personal, pero se supone que es lo exigido. Pienso que el epicentro de la estética de Haro reside en una etapa que se concretó en la exposición titulada ‘Robín de agua’. Me atrevo a decir que ahí está todo. Confluyen el Haro figurativo con motivos que remiten a sus raíces referenciales y el que en el futuro discurrirá por una supuesta abstracción depurativa. Es un paréntesis excepcional de resonancias románticas, un romanticismo provocador todavía hoy por lo desusado de los fondos mistéricos que contornean unas figuras que representan herramientas tan realistas como espectrales. En algunas de estas obras se perfila ya el deseo de que el elemento figurativo aparezca, más que dibujado, empotrado. Estoy convencido de que si hoy Haro tuviera que repetir alguno de estos cuadros no pintaría la fragua o el martillo, sino que veríamos las exactas piezas extraídas de algún taller adheridas a la tela. En realidad es así como las vemos o las intuimos. ‘Robín de agua’ fue, o es, un testimonio muy personal. Un peaje para diseccionar la mercancía. Esto es lo que hay. De ahí vengo y ahí vuelvo. Es mi pasaporte por el mundo. Posiblemente sin este descargo de conciencia el discurrir posterior podría haber parecido artificial. Era necesario sellar el pasado, realizar este ajuste de cuentas que a su vez constituía una reconciliación. El tiempo, con su halo brumoso, las contundentes piezas abandonadas a la herrumbre, y todo envuelto en una atmósfera telúrica. Una confesión de parte, tan traumática como gozosa. ‘Robín de agua’ fue una etapa lacerantemente sincera, y quizá por ello extemporánea en un ciclo en que la pintura era un juego que se justificaba en la pintura misma. Pero sin esta exposición hoy Haro estaría inexplicado. ‘Robín de agua’ sigue siendo la plantilla de lo que hubo antes y de lo que vino y vendrá después. Es la prueba del nueve de toda la obra de Haro. Su arte poética.
Bien, ahí queríamos llegar o tal vez por ahí deberíamos haber empezado. Haro es un poeta. Literalmente. Se puede entender que en toda expresión artística auténtica reside lo poético en el concepto original que rebasa lo que se entiende por el género. Pero me parece obvio que en el caso de Haro podemos hablar sin metáfora o sobre entendimiento de poesía como tal; en efecto, de autor de poesía que se expresa a través de la pintura. Esto puede verse en la práctica totalidad de su obra, pero muy especialmente a partir de ‘Robín de agua’, y ya de manera absolutamente transparente durante los últimos años. Hasta el punto de que lo último o lo penúltimo que he podido ver en su estudio ni siquiera disimula ya el soporte. Directamente, Haro está escribiendo poesía, y ha acabado por asumir o acatar incluso las imposiciones formales que la práctica exige. Asoman de nuevo las composiciones minimalistas que nunca ha abandonado, impresas ahora en libros –sí, libros – acordeonados que pueden leerse página a página, la suma de los cuales constituye todo un coherente relato de impresiones. Al final, de una manera absolutamente impremeditada, como la natural conclusión de un largo viaje en el que el destino no estuviera prefijado, aunque se fuera intuyendo, el pintor ha acabado por arribar al lugar inevitable. La poesía, sin coartadas ni camuflajes. No es extraño que desde hace años también la escriba, más o menos secretamente. Ni tampoco que en sus más recientes catálogos aparezcan poemas o textos literarios en sustitución de las habituales glosas. Como tampoco es casual que los títulos de algunas de sus series resulten tan premeditadamente evocadores, alejados de lo descriptivo.
Podríamos especular, seguramente sin temor a equivocarnos demasiado, a propósito de esta inmersión de Haro en la poesía, con los impulsos que lo han llevado a este carril. Estoy convencido que éstos pertenecen a la música. En algún sitio ha declarado que pinta bailando. Desde luego, pinta con música. Y para constatar esto no es preciso que nos informe él; basta con mirar sus cuadros. La poesía se puede desprender de todas las convenciones clásicas, excepto de algo sin lo cual no existe poesía: el ritmo. La música ha ido conduciendo a Haro, de manera constante y sutil, hacia una luminosa encerrona hasta reunirlo con la poesía.
Haro se ha probado en casi todo. Suele ser característica de los inquietos e inconformes, y también, si se me permite, de los manitas, de aquellos que gozan del prodigio de dominar con sus manos todos los artilugios, desde los más elementales a los más complejos. Pero la experiencia ha ido depurando sus habilidades. Y no sólo la experiencia. Haro luchado consigo mismo hasta hacerse amputaciones. Porque la habilidad a veces es una virtud castradora, que facilita resolver, pero no crear. Y a Haro lo hemos visto con demasiada frecuencia revolviéndose contra su extraordinaria facilidad para resolver, para resultar. Ahí no se permite concesiones, hasta tal punto que en ocasiones se hiere, se maltrata. Tal vez por esta razón nunca ha practicado la meta pintura, o ha escapado de ella de inmediato cuando la ha rozado.
Pocas cosas hay tan fascinantes como disfrutar del privilegio de asistir de cerca al proceso creativo del artista. Hay, lo admito, algo de sádico en esto, pues lo habitual aunque resulte tópico, es verlo sufrir. En Haro, esto es todo un espectáculo, aunque se suele desarrollar con sordina. Pero los cuadros no disimulan. Haro, otra vez esa incomodidad, se ha rebelado con fiereza en ocasiones contra su propia obra, quizá porque le hacía decir más de lo que él consideraba prudente. Así, hemos visto como la ha tachado, y para mi escándalo, incluso rasgado. Todo esto precisamente en una etapa en que el artista parecía no resignarse a aflorar como poeta, en la que vivía la poesía como lenguaje añadido, una impostura ingobernable que se sobreponía sobre su voluntad de esconder, de cifrar mínimamente su expresividad. Hubo un tiempo en que Haro colgó exposiciones en que los cuadros desaparecían detrás de secos muros de pintura que pretendían sellar una espontánea figuración que se colaba entre lo que quería ser abstracto. Y, sobre todo, aparecía una luz reveladora, de resonancias clásicas que el pintor se empeñaba en intentar velar con los más toscos obstáculos. El resultado era el contrario del que quizá inconscientemente pretendía, pues tales obstáculos acaban sirviendo para señalar lo tachado, que se mostraba aún más plásticamente. La censura suele acabar siendo el mejor indicador para detectar lo censurado.
Digamos que felizmente esa derrota frente a la ocultación permitió al pintor transigir hacia la calma, mientras que los recursos que vetaban su propia obra se iban introduciendo en ella confundiéndose con otros volúmenes y dejando pasar la luz. Podemos tal vez datar a partir de ese momento la aceptación de una poética germinal; el pintor asume que ese halo no lastra su lenguaje, sino que definitivamente forma parte de él, es su lenguaje.
Será por un atavismo generacional, será porque Ángel Haro, a pesar de una infinita curiosidad que es capaz de agotarlo en la búsqueda de información, en el deseo de ver y experimentar; será porque caben todas las rebeliones menos contra el tipo que llevamos dentro, lo cierto es que Haro está condenado a comunicar, a transmitir emociones y sentimientos, todo lo menos, impresiones. Es curioso que los artistas referenciales de Haro, aquellos a los que admira o de los que más dice haber aprendido suelen ser por lo común inexpresivos fuera de la noria que retroalimente el idioma iniciático del arte moderno y contemporáneo. Muchos de los artistas que fascinan a Haro son sincréticos, depurados, autistas si no estuvieran convalidados con el reconocimiento histórico o comercial. Sin embargo, Haro, no sé si también dejando entrever alguna resistencia, se resigna a emitir señales que llegan más allá de cualquier cosificación plenamente artística. Digamos que la longitud de onda de Haro rebasa los límites meta artísticos. Supongo que a pesar de él mismo, pues muchas veces se puede intuir que sus esfuerzos van en dirección contraria.
Aquí, una alusión a sus cuadernos de apuntes, libretas, libros de viaje o como se quieran denominar. Todavía son desconocidos para quienes no hayan visitado su estudio, pero el hecho de que el pintor se disponga a darlos a conocer próximamente abunda en la idea de que resulta vana toda resistencia a la comunicación. En esos cuadernos Haro ha ido descargando durante años apuntes gráficos y literarios, acumulando recortes, composiciones de collage, que sobre todo reflejan la necesidad de una salida expresiva más directa y frontal, menos sublimada y sintética que la que la pintura permite. Por supuesto, no sustituye a ésta, ni siquiera la complementa. Es otro modo de expresión, pero el hecho de que se dé demuestra que para Haro no hay contención, toda posibilidad de manifestación es insuficiente. Estos cuadernos que aspiraban quizá en su origen a permanecer en el ámbito de lo íntimo, como diarios personales que son, se han acabado imponiendo como experiencia expresiva que exige ser divulgada, claro que en su justo soporte, pues de otro modo perderían su intención. Anoto el hecho como constatación de que Haro es, no sé si a pesar de sí mismo (en el sentido de que, como todos, tiene tendencia a precaverse de una excesiva exposición) está abocado a vaciarse como artista hasta límites extremos, y esto conlleva finalmente abrir el telar al ojo público, mostrar el ‘cómo se hizo’, exponer las claves, desvelar las inquietudes básicas y recónditas. Y es que no hay nada que esconder, porque la finalidad de todo esto no es complacer a las nuevas academias, sino hacer saltar todas las alarmas.
Y es que hay que recordar que Haro se hizo pintor en la calle, que en su historia personal pintura y libertad son la misma cosa, que nunca ha querido refinar al inadaptado salvaje que lo motoriza, que el buen gusto –hoy, casi todo el arte contemporáneo pertenece al buen gusto – le sigue produciendo una aversión insurgente. No ha llegado el tiempo ni llegará en que Haro se recluya en su estudio para ingeniar la fórmula que le permita obtener el parabién de los expendedores de carnés de contemporaneidad por el mérito de separarse del mundo. Pretender esto sería quimérico, pues la pieza humana de que hablamos resulta –es así de sencillo – que no pinta por pintar, sino porque no puede dejar de hacerlo. Y es así que una trayectoria construida desde la incomodidad con sus propios hallazgos y conveniencias acaba produciendo a su vez un artista incómodo. Lo que tiene que ser.
Murcia, junio de2007
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