I
Los indios Lakotas norteamericanos les contaban a sus hijos a la luz de las estrellas que cuando Wakan Tanka, el Gran Espíritu, había dispuesto ya las seis direcciones, norte, sur, este, oeste, arriba y abajo— se detuvo antes de situar la última, la más poderosa, pero, también, la más delicada: la que contenía el saber y la fuerza, pero también la tiniebla invasora y helada donde cabalga, sin jinete, el caballo negro de la muerte. Wakan Tanka, el Gran Espíritu, quería ponerla donde nadie, impetuoso o taimado, festivo o sombrío, lento o presuroso, la pudiese encontrar con facilidad, y vaciló, por primera vez, sumido en grave meditación. Wakan Tanka, el Gran Espíritu, decidió finalmente situarla en el último lugar en el que se les ocurriría buscar a los humanos: en el corazón de cada uno.
II
En la noche, cuando todos los ruidos nos llaman, alguna vez, uno real y cercano nos despierta súbitamente en el momento exacto y asombroso en que la historia que soñábamos, más o menos larga y complicada, desemboca en una ocasión con idéntico sonido. Quizá porque la sustancia de que están hechos todos los relatos, su verdadero asunto, es el tiempo, resulta tan inquietante sentir que se quiebran nuestros sueños. Ningún relato perduró hasta pasar por la mano; y eso fue lo primero que alguien pintó en una cueva. Un cuadro no es necesariamente un relato y, sin embargo, hasta el último de ellos encierra uno: el de su propia factura. Y eso, como un sueño, puede tener su raíces tan lejos como el infinito.
III
En su indecisión, Wakan Tanka, el Gran Espíritu, se vio caminando por su propio corazón, escuchando, también por primera vez, un ronco y creciente bramido: su latir. Y, de repente, despertó. Fuera de su sueño, nada existía aún, Luego, cuando había dispuesto ya las seis direcciones, se detuvo antes de situar la última. Y mientras la ponía en el corazón de los humanos derramó en él, como luminarias de la noche, los sueños. El tiempo iría apagándolos, sería fácil perderse entre ellos; pero quien llegase hasta el suyo habría encontrado su saber y su fuerza. Porque ese sería el jinete del caballo negro. Así, dormidos o despiertos, sus labios y sus manos, aun sin saberlo, estarían contando siempre el relato de su viaje por la séptima dirección. Y cada sueño sería una entrada al relato oculto del corazón.
Para la exposición "Interior sonámbulo" Murcia, 1997
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