Hay buenos pintores jóvenes. Pero eso no tiene mérito porque cuando uno es joven eso no es difícil ya que todo lo que hacemos viene impregnado por una fuerza que embellece cualquier error. Luego hay buenos pintores. Estos con su destreza nos tranquilizan y confiamos en su obra cómo confiamos en el que nos vende el pan. Después hay artistas. Se les perdona que no sean tan abnegados a cambio de que nos dejen ser cómplices de su ingenio. Y por último hay poetas, que no necesitan demostrar nada porque su labor es íntima y tiende al silencio.
Ahora que muchos artistas son subsidiarios de cierta inmediatez literaria, destacan con más limpieza los que han confiado en la autonomía y la capacidad contaminante del lenguaje plástico. Un idioma universal capaz de modificar el pensamiento y por tanto cargado de moral.
El poeta-pintor Aurelio era un extranjero. Como tal, veía el mundo con la inquietud y el deseo del que siente con urgencia. Sus árboles de Alhama, sus puentes viejos, nos indicaron lugares que no podíamos encontrar en ningún mapa. Más tarde, obsoletas las referencias nos dio alas para ir del árbol al puente, del puente al amarillo y del amarillo a la casa que es del que la habita, sea este quien sea y venga de donde venga.
Sus cuadros paisajes nómadas poblados por quienes no ven en el Color una vibración de luz sino una patria. No hay horizontes en sus paisajes porque su mirada no fue horizontal porque se volvió hacia él y hacia todos. Sus figuras finalmente huérfanas nadan para siempre en abismos densos de color, convertidos en un único territorio inabarcable. Una brisa de optimista soledad inunda estas obras que tienen la virtud de haber nacido nuevas, cómo noticias de un mundo con el que no contábamos pero ya imprescindible. Un mundo con el entusiasmo de un niño a bordo de una bicicleta con volante.
Aurelio fue un hombre sobrio y vehemente a la vez, tenía la mirada lejana y alerta del que cuida una isla descubierta en secreto. Amueblada despacio con íntimas emociones. La nave en la que navegó tenía por nombre Alcanara y no fue amigo de mucha tripulación. Sí era necesario, podía romper el silencio y defenderse a pecho del abordaje estéril de los hombres grises. En recompensa por tanto esfuerzo en la construcción de un mundo, los dioses le dieron algo que sí tiene mérito : ser para siempre un poeta joven.
Días antes de su fallecimiento fui a visitar a Aurelio. Los dos sabíamos que era la última vez que íbamos a hablar de pintura, recuerdo algunos hermosos y emocionantes silencios. Al final nos despedimos. Él me tendió su mano enferma, temblorosa pero contundente, y yo la estreché conciente de lo que significaba. Pero en el último momento, con un tremendo esfuerzo, apretando con sus pocas energías me miró fijo a los ojos y me dijo: “Haro, desconfía siempre del público”. Después se reclinó sobre la almohada como quien acaba de contarte un gran secreto. Creo que ese tremendo recelo nacía de un instinto de protección hacia lo único que de verdad puede salvar a un artista: su obra.
Murcia, noviembre 2002
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