martes, 31 de agosto de 2010

Paisaje privado (Mara Mira)

MEMENTO VIVERE

Angel Haro es un artista consciente de la importancia de los títulos de sus obras y exposiciones. De hecho, en su taller, tiene colgados en las paredes varios folios en los que va anotando posibles títulos de cuadros. Sabe que con la palabra se puede distinguir lo universal de lo particular. Dicotomía en la que andan enfrascados los filósofos desde Platón y una cuestión fundamental en la Historia del Arte desde que los simbolistas, de finales del XIX, exigieron interpretaciones generalizadoras de sus particulares visiones de la humanidad. También en el siglo XX la intencionalidad de los títulos en las obras no debemos entenderla como una cuestión superflua. Tras el éxito de los Salones parisinos, se impuso la catalogación de obras y, con ellas, la sumisión de las imágenes a la palabra escrita. Haro considera que con el título el espectador obtiene una información añadida a lo que está viendo. Puede ajustarlo mentalmente. Lo sensorial de las imágenes queda atrapado por el convencionalismo y la especificidad del lenguaje. Un ejemplo. Su exposición en la Sala Verónicas de Murcia hace dos años la denominó “El futuro fue ayer”. Nos advertía que el futuro es como un cañón que dispara contra nosotros, mientras físicamente se desplaza hacia atrás, hacia el pasado. La bala, como cualquier vector, debe tener forzosamente una dirección. Nuestro sentido del tiempo va de izquierda a derecha, exactamente igual que nuestra escritura. El lado izquierdo será el pasado y el derecho el futuro. Este último cambia, nada puede detenerlo, siempre está en el horizonte del proyectil. Pero el pasado también se desplaza: imperceptiblemente va alejándose más y más de nosotros.

Esta nueva entrega ha sido bautizada como Paisaje Privado. Haro sabe que la piedra angular sobre la que se edifica la nostalgia moderna requiere las imágenes de la naturaleza. Esta parece representar lo que podría haber sido la humanidad si no hubiéramos perdido el rumbo del futuro. Aquella línea recta en la que ya pocos creemos. Un paisaje y una naturaleza sobre la que deja escrito:

“El paisaje visto por el nómada (el artista) es un terreno de caza. Desde la primera mirada tiene que asumir la supervivencia. Primero estudia su estructura, los elementos principales que articulan su orden, después su organización y las posibilidades de exploración. Sus sentidos tensos como un arco están listos para percibir cualquier movimiento o cambio (luz, color, calor, olor, etc...). Es un paisaje desprovisto de mitos, pues se necesita memoria para que existan. Es un paisaje de instintos”.

Según su formulación el paisaje es un terreno de caza en el que Haro se sabe parte de un colectivo. Los colectivos se sujetan al pasado, pero una persona sola se deja mecer por la nostalgia de los recuerdos, de lo privado. Nada nuevo. Muchos artistas son grandes solitarios que repiten “esto dejará de existir”. Trabajan con la tristeza vaga, profunda y sosegada de la melancolía. Un sentimiento capaz de recubrirlo todo.

“El recuerdo es un sentimiento inevitable. La añoranza es desconfianza en el futuro. Pero la melancolía es más pura, puesto que no alude a ninguna imagen concreta. Es el único sentimiento que echa de menos al presente (...) La melancolía que surge de algunas piezas viene del ejercicio de activar las decepciones. Uno empieza con una idea hermosa de la vida y acaba conformándose con un poco de silencio para escucharse”.

Cuando escribe esto Haro sabe que la soledad legitima la duda ante lo nuevo y no tiene prejuicios ideológicos. Un solitario se sabe inadaptado. Es ajeno a la construcción temporal en equipo. El solitario sólo escucha su corazón. Acaso podría parecernos un planteamiento poético de la vida, pero en realidad es algo físico. Cuenta Jonh Cage que, cuando fue invitado a entrar a la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, escuchó dos sonidos: uno agudo y otro grave. El ingeniero encargado de la cámara le contó que no es posible el silencio absoluto. El sonido agudo pertenecía al funcionamiento de su sistema nervioso. El grave era la circulación de su sangre. No es posible escapar al fluido que emana del propio cuerpo. Pero no nos oímos hablar solamente en nuestro interior, sino también en las reflexiones del sonido de nuestra voz que nos devuelve el espacio: ante el eco nos sentimos desnudos. Y ante el eco de su mirada se sitúa Haro en su paisaje.
Trabaja sobre gran un tablero de madera que tiene en su estudio. Este soporte vertical, de más de dos metros, lo mandó construir en octubre de 1999. En esta fusta van amontonándose las huellas de sus intervenciones creativas. La madera va guardando las manchas del pasado. Señales irreversibles que se acumulan unas sobre otras, conformando una cartografía del pretérito efímero. Haro ha mandado fotografiar este tablero. El negativo de estas sesiones fotográficas ha sido positivado, filmado, sobre acetatos. No son unos fotolitos corrientes. Estos han sido estampados por una máquina de imprenta a un tamaño nada usual de 1’20 X 1’60 m. La tecnología que Haro utiliza está realizando sus últimos trabajos. El artista sabe, cuando inicia la serie, que la máquina dejará de funcionar, unos meses después en diciembre del 2001.

Ahora estos fotolitos en los que aparece su tablero de dibujo son puestos sobre la madera. Exactamente en el mismo lugar que antes ocupaban los papeles que dejaron sus huellas. Haro pinta sobre sus propios balbuceos, sobre la mancha que escapó del linde, sobre la parte inconsciente del hecho creativo. Después encierra la composición en una caja. El metacrilato de la superficie refleja lo que hay delante. Hay que acercarse para poder ver bien la pintura. Cuando finalice la serie abandonará el taller.

LA MUSICA

Para poder trabajar se aísla del mundo exterior a través de la música. Sabe que el sonido le proporciona determinados recursos que potencian su parte creativa. Podríamos decir que hay una auténtica sinestesia entre su pintura y la música que escucha, principalmente jazz. Pero este artista es consciente de que ninguno de nuestros sentidos representa un dominio de percepción homogénea. La noción de sinestesia (las correspondencias entre percepciones precisas propias de sentidos distintos) es, en muchos casos, una falsa argumentación de trabajo. Sin embargo, sí cree que la pintura, como la música, tiene sus tonalidades. Puede ir de lo alto a lo bajo, de lo duro a lo suave; puede ser lírica o dramática. Haro, como Rousseau, cree que los colores están en el espacio y los sonidos están en el tiempo para desvanecerse. Su relación con la música es física. Baila delante de la composición en un estado de conciencia que tiene algo de automático. Se deja llevar. Entiende que la música desencadena percepciones transensoriales, aquellas que no pertenecen a ningún sentido en particular, pero pueden tomar prestado el canal de un sentido o de otro, sin que su contenido y su efecto queden atrapados por los límites de ese sentido. Sabe que, por ejemplo, el ritmo está en todas partes. Es una dimensión transensorial básica que percibimos incluso antes de nacer, cuando escuchamos el ritmo del corazón de nuestra madre parejo al nuestro. También la textura y el grano son categorías de esta percepción porque son las cualidades más tangibles de los objetos, mucho antes que su color o su forma. La textura es el grano de las cosas. De ahí su inmensa admiración por Miles Davis, músico fascinante por el fraseo cristalino, sobrio y airoso de su trompeta. Haro suele decir: ¡Nadie como él ha captado la soledad del ser humano!. El pintor se reconoce en las permutaciones sonoras del trompetista. En estos torbellinos de entropía en los se suceden orden y desorden; en el que se encadenan momentos lentos o rápidos; conscientes o azarosos. Instantes en los que las formas, sin embargo, tienden hacia una estructura que puede adquirir un sentido no definitivo, no fosilizado, viviente como un organismo que clama. Para Haro la música es el símbolo de una percepción que atraviesa nuestros sentidos, al tiempo que supera su marco y nos da la impresión de que continúa en alguna parte más allá. Muchos acontecimientos sonoros se encadenan, se enmascaran o se superponen en el tiempo y en el espacio, de tal modo, que resulta difícil recortarlos perceptivamente para estudiarlos por separado. Esa maraña de sensaciones busca Haro en su pintura. La conciencia, a posteriori, del acontecimiento que vemos de un golpetazo.

Si he anotado la vinculación de la música con la obra de Angel Haro es por su concepción del arte como un proceso temporal. En el cuadro se testimonian las huellas de su proceso de creación, su génesis. Ahora ya sabemos el cómo, pero qué ocurre en el tablero.


EL TIEMPO

La planicie de madera de 2 X 2’5 m es su Paisaje Privado. Un paisaje que el artista intuye pronto a desaparecer. Para conservarlo, con verosimilitud absoluta, el artista lo manda fotografiar. Es curioso que este paso lo encargue a un profesional. Pretende registrar la realidad con objetividad. El artista busca un extremado rigor en estas imágenes al servicio del recuerdo. Se ajusta a las premisas que manifiestan que la fotografía no es sólo la fijación de un recuerdo, sino propiamente un contrarecuerdo que activa lo olvidado. Imágenes que positiva en fotolitos, por lo que serán negras, grises y transparentes. Y sobre estas grisallas la pintura como interferencia.

“Si alguna textura puede definir el siglo XX, es la interferencia. Todo está interferido: el paisaje, el amor, el trabajo, los viajes, los sueños, la sorpresa, el tiempo, etc...Siempre hay un elemento que no debería formar parte pero que se convierte en ortografía de la nueva naturaleza. En el mar, una mancha de aceite. En el bosque, un cable eléctrico. En el amor, un pasado. En el viaje, un accidente. Devenimos nosotros mismos en interferencia de nuestros propios sueños y estos en interferencias, a su vez, de nuestra vida”.

No es de extrañar, después de leer estas declaraciones que anota en uno de sus diarios, que entendamos cómo ha llegado al proceso transgresor de esta última serie: la fotografía convertida en fotolito es soporte para la pintura. La interferencia de un soporte, de un medio, de un tiempo sobre otro. El pintor encarga a un fotógrafo que le corte el tiempo en segmentos de presente, que dispare contra el reloj como un parisino en la Revolución Francesa. Confirma que el presente no es más que un instante evanescente. Insiste en atrapar un tiempo que, en el momento de ser materializado, ha pasado a ser otro presente. Al encargar las fotografías a otro, deja que éste sea el que detenga el instante y lo convierta en cadáver de la eternidad: cuando nada sucede; cuando todo se aplaza indefinidamente; cuando el tiempo se convierte en su ídem. Allí donde se alumbra la pura repetición; donde todo ha sido aplazado, suspendido, vaciado de cualquier contenido. Un tocadiscos repitiendo una y otra vez la misma frase musical.

En la imagen filmada del tablero la realidad queda atrapada como precepto. Pero, forzando más si cabe la sensación de pérdida, Haro filma posteriormente las imágenes del fotógrafo con una máquina de imprenta que pronto dejará de funcionar. Ahora ya no funciona. Ha sido engullida, arrinconada, por los avances de las nuevas tecnologías. Así el pintor enfatiza nuestra creencia de que la modernidad es una compleja interacción entre el progreso y la nostalgia que genera. Alguien llamaría a esto estupor melancólico, pero no es sino melancolía reaccional. Surge como consecuencia de choques afectivos. Arrinconar lo usado que, aunque útil, debe ser sustituido por lo último. Haro se revela contra esa imposición. Decide conservar la memoria.

LA MEMORIA

Dicen que la memoria, esa la facultad psíquica con la que se retiene y recuerda lo pasado, está en relación con el funcionamiento del sistema nervioso superior porque éste debe organizar los mecanismos requeridos para la elaboración de la información en una sucesión de fases. En la primera fase la recepción sensorial debe cifrarse para poder ser transmitida. La tercera fase, que aúna asociación y abstracción, viene a ser la coctelera en la que se mezclan la información previamente almacenada y el reconocimiento de unos modelos que, al mezclarse, nos deben conducir a la síntesis. Tras ella llega el almacenamiento, cajón del que echamos mano cuando evocamos, ya sea en positivo para recordar o, en negativo, para olvidar. Cualquier recuerdo está cimentado sobre la ruina de lo que fue. Sobre la construcción del pasado. La memoria se asienta sobre lo escrito, sobre lo construido por nuestra mente que asocia y abstrae datos para reescribirlos unos encima de otros: un texto en el que se añaden palabras continuamente. Un campo de telarañas que, con sus finas texturas, montan una ligerísima capa de superposiciones en las que siempre cabe otra. Si un filamento se rompe por un lado se puede enganchar a otra telaraña. En todo caso, aunque ésta se rompiera quedaría hecha un ovillo que se mecería entre las otras. La memoria es resuelta cuando la telaraña está firme y tirante, pero también es oscura e irresoluble cuando queda convertida en amasijo, en un ovillo gris. Algunas cosas las recordemos con una claridad pasmosa y otras nos llegan como retazos que no encajan: un puzzle al que le faltan piezas.

Ya hemos dicho que la memoria abre espacios. Es un extraño jeroglífico en el que se acumulan datos nítidos y borrosos. Un palimpsesto al que se le añaden continuamente nuevas inscripciones. La memoria se pega con recuerdos que se activan cuando uno menos lo espera. Son durmientes que se despiertan al ver una huella del pasado. Un olor, una palabra, un sonido, un color, la luz entrando por la ventana... cualquier cosa puede ser una huella. Todo aquello capaz de provocar una reviviscencia emocional lo es. De todos los recuerdos, los más firmes son aquellos en los que el hombre revive escenas pretéritas a través de sueños o delirios. Los momentos que evocamos en cualquiera de esos dos estados, en los que no interviene la lógica, pueden ser tomados como presentes. El ser humano los experimenta con la misma viveza que experimenta la vigilia. Además, se ha comprobado que quien duerme poco, encima, va perdiendo la memoria. Estar despierto para olvidarlo todo. ¿Han tenido alguna vez insomnio?. La vigilia te obliga a pensar, a recordar lo que se escapa. Uno incide en una idea y la repite y la repite. Se sumerge en un bucle sin fin. El insomne amordaza su cuerpo al presente.

Para cimentar nuestros recuerdos debemos soñar y soñar es zambullirse en un mundo de sombras en las que el futuro se libera del pasado y el pasado del futuro. El camino de las encrucijadas en el que todo es posible. Donde las imágenes pueden ser tan nítidas como la realidad, pero también vagas y nebulosas. El único estado en el que podemos ver una sola imagen o muchas, porque allí fracturamos las posibilidades lógicas del tiempo. Las imágenes que Angel Haro plantea en Paisaje Privado se instalan en la apertura del recuerdo y su clausura. En su aparición, pero también en su borradura. Han sido, extrañamente, situadas en esa encrucijada del entendimiento que se acerca al sueño.

Haro trabaja sobre un material que sabe que va a desaparecer, en un espacio que va a abandonar. Trabaja en el tiempo contra el tiempo. Es como un insomne recordando lo que sabe que va a olvidar. Para lograr esta extraña tarea que se ha impuesto, manipula un material etéreo que, de alguna forma, evoca el mundo de los sueños. Ha cambiado la superficie blanca del papel, al que se enfrentaba todo los días, por la imagen de ese muro de creación convertido ahora en soporte de su pintura. Esto podría parecer un homenaje y una despedida al espacio que lo ha acogido tanto tiempo, pero es sólo una prolongación de su trabajo diario. Haro lleva, desde hace años, realizando una serie de cuadernos (de los que hemos extraído las anotaciones de este texto) que, más que diarios, podríamos calificarlos como memoriales. En ellos apunta, pega y guarda imágenes y textos de todo tipo. Persigue un fin: que no queden en el olvido cosas que quiere tener presentes.

“Hay un placer perverso en hacer un expolio de imágenes y devolver sus formas, luces y sombras al mundo de la materia. Sustraer esas imágenes y dejarlas huérfanas de historias para comprobar su poder real de evocación. Me gusta entonces apreciar sus brillos, sus fisuras, la densidad de su espectro”.

En cualquiera de estos libros podemos encontrar dibujos, anotaciones personales, collages, pensamientos, citas y muchos recortes de periódicos. Estos registros de lo cotidiano, del presente urgente, serían en sí mismos la obra definitiva para muchos artistas. Para Haro son sólo una parte de su trabajo. Al verlos por primera vez se puede tener la impresión de estar ante un estallido de color. Pero esta primera impresión desaparece en cuanto se profundiza en ellos. En realidad son cuadernos oscuros, con una densidad conceptual que se sublimará en la pintura. Esa sensación de grisalla se acrecienta cuando vemos la gran cantidad de recortes de prensa que hay en ellos: columnas de escritores, entrevistas, artículos científicos... nada escapa a su curiosidad. Está convencido de que cualquier periódico puede ser material poético: ¡lo único que pasa es que no está ordenado convenientemente!, afirma el pintor. Esta tarea de recapitulación del presente y la realidad la lleva al tablero sobre el que pinta.


LA PINTURA

Sobre el mundo de sombras de los fotolitos Haro deposita el movimiento fluido de la pintura. Ahora se manifiesta su caligrafía, su gesto, como un escritor de lo inefable que nos indica que un texto avanza por todo lo que tiene depositado a sus espaldas. La unidireccionalidad que, como la música que escucha, sólo es inteligible desde la estructura del tiempo que avanza hacia delante y se aleja sin hacernos olvidar su punto de partida. Así, escribiendo, arañando la superficie, el pintor se define físicamente de una vez por todas. Desde la trama, el entrecruzado de los trazos, a golpe de brochazos, revienta la creencia de que la imagen prevalece sobre la sustancia. A la contundencia formal del fotolito superpone su geometría de lo vivo, resuelta con líneas esfumadas, aterciopeladas. Líneas que parece que estuvieran bañadas por la luz y el vapor (una línea que sueña, que diría Paul Klee).
Aquí podemos rastrear la preferencia de Haro por la arquitectura imaginaria del veneciano Piranesi. Haro se siente fascinado por su quimérica arquitectura, por sus fantasías que recrean un pasado experimental, una Antigüedad inexistente. Piranesi se interroga sobre la posibilidad del proyecto, sus proyecciones no están sujetas a resultados concretos. En sus grabados deja un espacio abierto para el debate. Esta arquitectura no puede ser asumida por una praxis real. Debe afrontarse (y entenderse) desde la imaginación; desde la utopía; desde el dibujo de las formas; desde las luces y las sombras. Arquitectura dibujada por la mente que nunca recorrerán los pies. Para Piranesi las formas antiguas no son sólo testimonio de otro tiempo, su conocimiento sirve de referencia para intervenir el presente. Anuncia que la ruina es un acierto al que necesariamente hay que referirse.
Haro se siente fascinado por el manejo de la penumbra y claridad de sus Carceri. Como él busca en sus estructuras una cierta indefinición formal, esboza los elementos arquitectónicos dejando el fondo en la más absoluta ambigüedad. El gesto del artista embrolla la línea hasta que ésta pierde su sentido y se convierte en espacio. La telaraña sobre la telaraña que se extiende en un espacio más allá de lo visible. Entre lo finito y lo infinito; entre lo mensurable y lo inmesurable. El espacio como experiencia. No debe, por ello, extrañarnos que en su tablero Haro dejara escrito en mayúsculas el nombre del teniente ruso Dimitry Kolésnikov (aparece nítido en varias obras), autor de la concluyente y agónica nota “Estoy escribiendo en la oscuridad”. Además, como si de un cotinuum se tratara, algunas de sus obras están dedicadas, desde hace algunos años, al cosmonauta ruso Gagarin, el primer hombre satelizado, en una órbita alrededor de la Tierra, a bordo de la cápsula Vostok I. Del pletórico cielo al abismo del mar en el que quedó anclado el submarino nuclear. ¿Acaso ha encallado la utopía?.

Haro, sobre la fotografía, explora el sentido de la pintura. De ahí, no sólo el trazo, sino también el color. La croma que se expande vibrante, la onda que se refleja sobre la superficie. El pintor embadurna de color el fotolito. La parte posterior con grandes manchas de una sola tonalidad que atrapan lo difuso de las formas grises, fosilizando el universo de sombras que quedaría oculto en las trasparencias. Por delante nos obliga a ver la aspereza y sensualidad de la materia. La eventualidad creíble, la pulsión del artista que se adhiere al etéreo fotolito. En algunas partes, tapa zonas enteras de la composición con pintura arañada con la misma espátula que utilizan los obreros de la construcción para dejar huellas sobre el cemento; en otras, pega bayetas de color (amarillo Nápoles) con una fina textura de puntos. En ambos casos, parecen heridas abiertas al descubierto. Zonas intensas y racionales de color que estructuran la composición y la vuelven cuadrada o apaisada. Estas manchas de color focalizan la visión del espectador hacia un punto determinado. Allí donde entra en conflicto lo real del fotolito y el gesto pictórico. Donde se desarrolla el acto físico del artista y se alumbra el acontecimiento gráfico. Lo que delata un arte en el que el cuerpo está comprometido y vibra el tiempo presente.


LA TRANSPARENCIA

Hemos empezado analizando el fondo de las obras porque hemos seguido la lógica con la que han sido concebidas. Del fondo hacia fuera. Frente al espectador un plano de actuación tras otro. Sin embargo, para desentrañarlas debemos seguir el proceso inverso. De fuera hacia dentro. Como arqueólogos descubriendo capas sobre capas. Tiempos sobre tiempos. En primer lugar, encontramos superficies reflectantes, metacrilatos que reflejan lo que ven: el espacio expositivo y nosotros acercándonos a esa ventana espacial. Para ver la obra no debemos mirar nuestros cuerpos opacos, debemos despojarnos de nuestro presente obvio y desconcertante. Es necesaria la introspección, abandonar nuestro presente para llegar al suyo. El reflejo se interpone entre nosotros y la obra. Haro aspira confiarnos el secreto de su pintura escondido tras el flujo de la vida cotidiana que proyecta la superficie. Como un amante que se agazapa en el arrullo de la fuente para decirle al otro que lo quiere sin ser escuchado por los intrusos que le rodean. Debemos cruzar el espejo para entrar en su sueño. Sólo en un sueño encontramos la locura y la paranoia. Pero también en un sueño aparece nuestro yo cargado de experiencia. Un sueño siempre pertenece a alguien. Parte de la experiencia para escapar a la lógica. La lógica paraliza el reino del pensamiento creativo, lo tiraniza y encarcela.
“He decidido crearme un pensamiento autónomo que se nutra del sentido común y de la utopía. Creo que en esa intersección puede existir un territorio digno de ser vivido y de ser recordado sin avergonzarse. Felizmente mi trabajo me permite la construcción de una estructura interior. La utilidad de mis obras es la edificación de un paisaje que hable por mí de una forma clara, con toda la precisión de una tela de araña en mutación permanente....”.

Son palabras del pintor que sabe que la lógica es sólo un rama del conocimiento que se puede incentivar a través del método, incluso del juego. La inteligencia artificial sólo posee lógica. Pero no va más allá porque, en ocasiones, la lógica no secunda la lógica, tampoco al mundo. En algún lugar deben situarse las emociones, la intuición fuera de todo linde. En algún lugar debe estar la pintura. Para encontrarla, el espectador debe abandonar la mirada vaga, perdida; debe pararse y mirar más allá de su reflejo para adentrarse en el espacio de la obra. Debe traspasar el continuo del reflejo para tocar el discontinuo del tiempo. Levantar la máscara del presente para ver la pintura.


Para la exposición El paisaje privado 2001

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