Cualquier herramienta que nos rodea contiene dos aspectos sin los cuales no puede existir mucho tiempo: la utilidad y la ergonomía, o sea, la capacidad de adaptarse a la anatomía del que vaya a manejarla. Si bien una máquina puede nacer imperfecta, su uso vendrá a ajustarla hasta convertirla en un diseño eficaz. Es curioso que los objetos se comporten con una lógica casi humana. Sin embargo, también su carácter puede ser caprichoso e irreverente. ¿Por qué si no la cámara fotográfica tiene sólo un visor y un objetivo si nuestra cara tiene dos ojos, obligándonos a guiñar uno de ellos? ¿Por qué se llama disparo a la acción de hacer una fotografía? ¿No estaremos ante un extraordinario caso de travestismo en el que una peligrosa arma se disfraza de inocente ingenio sin perder sus cualidades principales? Es posible que para disparar un arma o una cámara nos sobre un ojo, pues otro punto de vista, por cercano que sea, aporta siempre una duda. En su condición de verdugo, el tirador restringe su visión y no permite que nada le distraiga en el momento de ser tajante. Lo que necesita es instinto, y al instinto lo que le sobra es tiempo y espacio. Por tanto, si la fotografía hubiera llegado con el sólo propósito de inventariar la realidad, es probable que la cámara fuera ya un aparato binocular. Pero pronto se reveló como un vehículo subjetivo capaz de contagiar pensamiento y por tanto ideología. No se es neutral cuando se dispara un revólver o una réflex pues se trata de elegir, y por tanto la mirada ha de ser selectiva.
La excepción nos habla sin embargo de casos en los que el tirador abre los dos ojos para disparar, en un intento de abarcar el mundo. Cómo si dar en el blanco no fuera suficiente y necesitara ser a la vez testigo. Para que la certeza y la contemplación se den la mano se necesita una disciplina feroz, pero proporcionan juntas una amplia sensación de conocimiento. Uno de esos casos fue Billy el Niño, que desarrolló la técnica para corregir antes que su adversario la trayectoria de la bala de su “Colt”. Otro es Pepe Franco, cuyo ojo izquierdo es un ojo al acecho, que le previene de cualquier cosa que venga a distraer el acto fotográfico. A veces su misión es avisarle de cuando la presa entra en campo y con que trayectoria, dividiendo así la realidad en dos: interior y exterior. Lo que le pertenece y lo que vive, en una suerte de vidas paralelas. Por eso ante estas fotos no podemos evitar pensar que sólo vemos una parte de un todo más complejo. Parece que, furtivamente, nos asomáramos al ojo de una cerradura.
Siempre he pensado que el responsable de la mayor parte de sus fotos es ese ojo nómada al que manda por el mundo a la busca y captura de un momento de vida con que dar de comer a su cámara y a su alma de polizón que acaba de bajar a tierra.
Diciembre de 2002
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