martes, 31 de agosto de 2010

La oca de oro (Javier Orrico)

Afirman los plásticos que quienes trabajamos con las palabras tenemos una ventaja sobre ellos: poder explicar lo que hacemos con la misma materia con que lo hacemos, mientras que ellos no pueden explicarse a sí mismos sino con la palabra. De ser cierto, no habría pintura, sino palabras, que es lo que sutilmente sugieren los críticos de arte. Creo, sin embargo, que un cuadro debe explicarse a sí mismo; y si no lo hace, si no nos llama, no existe. Recuerdo un cuento de Asimov, “Paté de foie-gras”, que trata sobre la famosa oca de los huevos de oro, cuyo misterio no consiguen desvelar los más escrupulosos especialistas científicos.

En nuestro caso, la pintura, los especialistas, o sea, los críticos no pueden desvelar el misterio de la oca del oro, porque en su oca, no pueden decir que lo único decible sobre un cuadro es su precio, y que las páginas de arte deberían limitarse a un elegante catálogo de los mismos. La ley del Mercado se impone, y la Bolsa de Valores es su mejor explicación: hay que jugar sobre seguro, con el viento que sopla, las modas, las ventas, el gusto del público que puede pagar, las expectativas generadas: hay que pintar como se debe pintar, algo que no sale de la propia sangre sino que viene dado. La mayoría de los que se llaman pintores lo saben y, asunto humano y comprensible, pintan con red. Esa red está tejida de “pintura de pintor”, de aquella que no se arriesga a vivir del desastre nuestro de cada día, que no se alimenta de trozos de sujeto que pinta, sino de la propia pintura. Consiste en no jugársela, hacer bien lo ya hecho, engordar y comer de la oca del oro, que no es fácil, sin duda, pero lo parece más que hacer bien lo que no está hecho. Y sin embargo, hay quienes optan por este otro camino, pintan como pueden, sin red, a muerte, cada cuadro un rasguño, un arma innoble incluso contra sí mismos, nutrida por sus fragmentos. Quienes así pintan es porque así viven, dramáticamente, conflictivamente, exigiendo de sí mismos abrirse el estómago cada mañana para que salga el negro perseguidor que llevan dentro (recuérdese a Cortázar), con el enigma de no saber cuándo acabará todo, cuando la sequedad definitiva arrasará el color, las formas, convirtiendo el espacio en agujero negro, en succión estéril. Pero aceptan el riesgo y pintan lo que viven y viven lo que pintan.

En resumen, hay quienes crean desde presupuestos estéticos, desde la pintura; y quienes lo hacen desde la insensata pasión, desde la vida, desde el estómago, y para los que la estética es una consecuencia, no una causa, como lo es siempre en los artistas de verdad, en todos sus sentidos. Ángel Haro pertenece a esta segunda especie. Había, quizá, encontrado su personal oca de oro: la visión kingkoniana de la ciudad, la absoluta desproporción del salvaje ajeno a las medidas de los seres urbanos, el amante de fondo que se ha partido de la cabeza contra la realidad. Y el mundo se le había llenado de negros enormes, de gordas procelosas, voluptuosas y tiernas, como son siempre las gordas, de saxos tristísimos para las noches tórridas, con la intensidad, la desolación y el amor que sólo el humor hace posibles, Ángel podía haberse dedicado a explotar este mundo que todos aplaudimos. Pero se trata de un tipo biológicamente imposibilitado para el muermo, para el amaneramiento que supone la repetición inane, porque la vida no sabe amanerarse sin dejar de serlo. Por eso nos ha dado un quiebro, se ha burlado del asentimiento fácil para el que ya estábamos preparados, ha ido amargo más allá de sí mismo, precisamente para volver a ser: los negros y las gordas se han salido del cuadro, nos miran y hablan desde el otro lado, han regresado al estómago que los creó y al que crearon, y lo que nos ha dejado es el desierto, la lírica sin agua, la afirmación de la corteza arrasada que somos. Ángel ha vuelto a sus barrancos porque, como todos nosotros, les pertenece; como todos nosotros, habitantes de un barranco sin vocación de país, no lo olvidemos, no es más que un cazador furtivo de alacranes, un recopilador de bestias resecas al sol, un negro y una gorda que han sabido bañarse de la más intensa sensación que ofrece el desierto: la de que nunca hubiera habido un antes ni un después: un presente purísimo, sin sujeto aparente, sin presencia.

Esta pintura de quien vive lo que ve, y se arriesga en ello, es en la única que creo, es decir, la única que me creo.



Madrid, 1987

Para la exposición Contraparada 8

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