SESIÓN 22.8.99
ISABEL TEJEDA.—Hemos comentado en ocasiones como existen imágenes o modos que vuelven una y otra vez en tu trabajo. Viendo tu evolución con perspectiva, parece que hayas ido quemando fases, una detrás de otra. Tu desarrollo formal tiene un espectro muy amplio, sin embargo se dan ciertas coincidencias subterráneas que se han ido mostrando mientras veíamos cuadros para preparar esta entrevista. ¿Qué lectura le das?
ÁNGEL HARO.—Me parece curioso. No es algo que me obsesione pero de pronto me las he encontrado. Hay algo de verdad en el hecho de que la búsqueda del principio se parece bastante a la última búsqueda. Aunque las preguntas las haces mejor al final. La diferencia es que con el tiempo cuentas con más recursos, con más soluciones. Pero son preguntas muy parecidas. En los años 80 yo era más literal, más literario, pero sin darme cuenta estaba dando soluciones plásticas similares a las actuales.
I.—Como yo lo entiendo eran obras más narrativas; había una historia dentro de cada uno de esos cuadros, como si el cuadro se acabara en sí mismo.
A.—Por ejemplo, en Homenaje al marco (1980) planteaba que el marco era la obra, dejaba el interior vacío. Esa idea hoy no me interesa, pero sí desde el punto de vista de esas soluciones. También creo que somos hijos del momento. En esa época mis referencias directas eran Kosuth, Beuys... tenía veinte años y desde luego existía un planteamiento conceptual en las piezas. La primera gente que me interesó fueron los conceptuales.
I.—¿Cómo accediste a ellos?
A.—A través de lecturas, de catálogos. Puerto Lumbreras es un lugar desértico en todos los sentidos pero eso puede tener sus ventajas; cuando no tienes la más mínima oportunidad de ver arte debes bucear, te lo tienes que buscar tú. Me subscribí a revistas como Guadalimar que entonces tenía más interés. Las primeras piezas de Richard Long que vi fue en ahí. Tenía un amigo que estaba muy interesado por la música dodecafónica, John Cage..., etc. Nos veíamos y hablábamos de estas cosas. Éramos como una isla. Él ponía discos y yo le enseñaba cuadros; y en ese intercambio aprendíamos mucho.
I.—¿Qué estudiabas por entonces?
A.—Delineación industrial. Tenía una formación en dibujo técnico bastante fuerte me interesaban disciplinas como el diédrico. Es una gimnasia que me ha servido para pintar, porque te da una dimensión espacial muy potente. Mi formación era atípica. Por un lado era un tipo muy de frontera, sin pulir; pero por otro estaba buceando, necesitaba referencias muy contemporáneas.
I.—¿De niño ya querías ser pintor?
A.—Tenía tres opciones: pintor, payaso o astronauta. Lo de ser astronauta estaba jodido, sobre todo cuando me enteré de que había que ser americano o ruso (risas)... Creo que todos pintamos de niño. Yo siempre he dibujado. Era el típico de la clase que tiene buena mano. La decisión de ser pintor fue posterior. Lo del arte me permitía viajar, ir a ver museos como el de Arte Abstracto de Cuenca, que entonces me interesaba mucho. Pero aparte de esto, mi formación era teórica: empecé a leer libros de arte y bastante literatura, a Poe, a Jack London, Raymond Chandler, etc. Pero no vi un beuys hasta mucho después. Encontraba mucha relación entre la Gestalt y lo que yo aprendía en clase. El dibujo para mí no sólo era una herramienta para diseñar un objeto, le veía valores plásticos. Por eso empecé a dibujar usando lo que conocía, la geometría.
(Vemos unos collages)
I.—¿Cómo empezaste a hacer collage?
A.—Los materiales me interesan. Ten en cuenta que yo tenía formación manual, el taller de mi padre era una experiencia física muy directa. Mientras dibujaba en la escuela a la vez construíamos puertas de quince metros cuadrados o carrocerías de camiones. Eso me daba un control sobre el material, las uniones, y las resistencias, que después me ha servido mucho.
I.—Te interesaba también el Op Art, ¿no?
A.—Sí, porque hacían algo más cercano a lo que yo estudiaba. Empecé a dibujar con tinta china, entonces no existía el Rotring, con tiralíneas y a raspar con la cuchilla. Era una experiencia muy plástica. Me gustan aquellos dibujos, su mancha, la estela de haberse corrido la tinta. Podrían ser cuadros. Era como llevar algo muy frío a un lugar más íntimo. Esto es lo que mostré en mi primera exposición. Fue en un bar que se llamaba El caño en Lorca. Allí iban los anarquistas, los progres y los soldados.
I.—Antes deberíamos hablar de tu infancia en París ya que, en muchas ocasiones, me has comentado cómo te influyeron aquellos años, quizás más que en tu trayectoria en una actitud casi mítica hacia la profesión, hacia la pintura.
A.—París fue una experiencia familiar. Éramos los típicos emigrantes de los años 60. Mi padre aparte de trabajar como calderero, hacía carrocerías de aviones en una fábrica, los domingos iba a Montmartre. Yo le acompañaba y oía las conversaciones entre pintores; hablaban de Rembrandt, que si Sisley, que si Corot... A mí, como era un crío, me despertó el interés. Un señor se ponía en la orilla de un río y explicaba por qué ante un árbol sentía emoción y no ante otro. Y luego íbamos al Louvre, nos sentábamos ante los cuadros y hablábamos de ellos, de la historia del personaje. Recuerdo un cuadro que le gustaba mucho a mi padre. La coronación de Napoleón de David; me contaba cosas fantásticas de los personajes de atrás, sobre cómo estaban pintados... De esta manera excitaba mi imaginación. Aquel cuadro me parecía muy grande, mucho más de lo que es en realidad.
I.—Es cierto, las dimensiones son relativas y cuando somos pequeños todo parece gigante. Lo increíble es que, finalmente, la imagen que queda grabada es la primera, que es la más potente. Es sorprendente que la percepción adulta, más cercana en el tiempo y fresca, quede automáticamente anulada.
A.—Recuerdo perfectamente ese cuadro. La capa de armiño de Napoleón coronando a Josefina. Hay fragmentos de cuadros que se te quedan grabados y que vuelven como un flash-back cuando estás pintando.
I.—¿Por la fuerza visual que tienen algunas imágenes?
A.—Algunos fragmentos más que algunas imágenes. Ahora que hablamos de esto, estoy convencido que la capa de Napoleón está en muchos cuadros de los que estoy pintando. Ese interior tan blanco, con esos puntos negros... mucho más interesante que la cara de algunos tipos que están detrás, o de la misma Josefina. Y luego Rembrandt; en mi casa había un libro sobre él. Mi padre hizo una copia en el cristal convexo de un televisor viejo. Tenía un extraño misterio el cuadro mal pintado sobre esa superficie abombada. Aquel día no tendría lienzo y utilizó ese material que era como plástico. Te advierto que es una cosa que me aparece todavía: el hecho de que el soporte cree una obra diferente aunque la imagen sea la misma. Dentro del discurso del cuadro también está el volumen del bastidor, que lo convierte en otra cosa. En ese momento me vine a vivir a Murcia.
(Vemos unos dibujos de los 80)
I.—¿De qué vivías entonces?
A.—Me buscaba la vida. Trabajaba como delineante en un estudio de arquitectura en Lorca. Dejé el trabajo porque quería ser pintor. Comencé a conocer a alguna gente entorno a la galería Zero. A José María Párraga lo conocí el día que llegué, me lo presentó Marcos Salvador Romera. Conocí a Ramón Garza, a José Luis Cacho, a Alfonso Albacete, a Alejandro Franco... a un montón de gente. Había una exposición en las paredes de la catedral. Se llamaba De sol a sol.
I.—¿Era el momento del despertar del arte contemporáneo en Murcia?
A.—Podríamos decir que empezó antes con la generación de Mariano Ballester, pero no existía un puente. Esta era la primera generación que funcionaba como grupo, con Párraga, que no era tan joven pero estaba con ellos. José Luis Cacho era la figura de esa generación. Yo entonces ni pintaba, bueno pintaba pero ellos no lo sabían. Abrió la galería Yerba y empezó a traer exposiciones de Miró, Tàpies, Equipo Crónica... Recuerdo la de García Sevilla como una muestra escandalosa. Imagínate Murcia saliendo del Informalísmo y en ese contexto una exposición como esa.
I.—¿Qué ambiente se vivía en ese momento? ¿Existía una relación directa de los cambios democráticos con la eclosión plástica de la que hablas?
A.—Hubo una movida muy fuerte en los ochenta. Se juntaron varias cosas... los artistas o los arquitectos se mostraban, José Albaladejo abría Yerba... Hubo ese tipo de movimiento. Fue cuando nació aquella famosa Primera Semana de Primavera. De pronto la calle dejó de ser lo que hoy ha vuelto a ser. Era una fiesta popular, creativa, donde los artistas participaban. El Festival de Jazz, el de teatro, la aparición de un nuevo cartelísmo en la calle. de repente la fiesta era una fiesta culta ya no sólo de borrachos, aunque también. Ahora hay más distancia entre la gente y los artistas. Con Párraga se ha ido el último artista conectado con la calle. Yo aún viví eso. En aquel momento hice los primeros cuadros irónicos, violentos, que no estaban muy bien pintados; mucha gente que me tenía que dar la alternativa se tiró hacia atrás porque consideró que eran chistes y ellos planteaban que el arte era algo más serio.
I.—Estabas muy en sintonía con la pintura de la época, en parte de una manera intuitiva y también porque era lo que tocaba en esa generación; lo que me asombra es que se pudieran olvidar con tanta facilidad las actitudes hoy “clásicas” de ciertas vanguardias históricas, su tradición juguetona.
A.—Dadá me fascinaba; los surrealistas, sin embargo, no me habían interesado.
I.—Quizás porque los surrealistas fueron la vertiente más intelectual y manifiestamente política de la opción Dadá. El surrealismo de Bretón casi era totalitario, dogmático. Eso le quitó gracia... y juego ¿no?
A.—Picabia era mi artista favorito por su actitud transgresora. Tiraba la llave del arte a un pozo. Piensa en los cadáveres exquisitos. Por entonces frecuentaba un grupo de gente que conocí en Cuenca. Participábamos un poco de esa irreverencia, no importaba tanto la calidad de la obra sino lo que podía remover. Los temas eran los típicos: la religión, el sexo... la política menos. Por ejemplo, pinté “El Cristo de los conejos” (1983). Un Cristo crucificado con zanahorias y con conejos saltando por encima. Otro era Superstar (1983), un cuadro sobre el nombramiento de Karol Wojtyla; lo pinté todo con letras en dorado y el fondo rojo.
I.—Hay un punto en estos cuadros que conjuga el Expresionismo con el Pop, pienso por ejemplo en el cuadro del ciclista.
A.—Se titular “El día que me robaron la bicicleta” (1984); está inspirado en un fotograma de una película de Chaplin. La parte de arriba es Charlot agachado huyendo de la policía creo que en “El Chico”. Añadí la parte de abajo porque me parecía demasiado obvio, fue cuando entró la bicicleta. Hice toda una serie. Otra de esa época es “En todo trabajo se fuma” (1986) que está inspirado en una foto de Robert Frank. Este cuadro participó en una exposición colectiva en Lituania. Me parecía una provocación llevar un cuadro de este tipo a la URSS en un momento en el que se iniciaban las críticas al sistema soviético.
I.—Recuerda al realismo socialista, pero esta figura rotunda del obrero chirría con el sombrero y el cigarrillo.
A.—La idea era que el trabajo es un engaño que sólo sirve para alimentar al sistema. También en esa época hice unos dibujos neo-expresionistas en Berlín sobre el muro.
I.—Por lo que veo son muy Penck, muy de la época. Hay mucha información del contexto internacional artístico de la época. Eras muy Dada, pero a la vez dabas importancia a algo esencial en aquellos años: asumir una actitud pictórica, una defensa de la pintura. Y es curioso porque esa defensa de la pintura no tenía por qué convivir con la cocina. Observo que tú eras muy matérico.
A.—Son paletas usadas que aprovechaba. Me interesaban sus accidentes. No ha sido un tema recurrente. Los he ido haciendo cada vez que veía un cambio en mi factura pictórica. Los autorretratos no suelen salir del estudio; de esta manera siempre me quedaba con un cuadro de cada época. Pero luego con los negros ya no tenía necesidad de hacerlos, porque los cuadros eran autorretratos.
I.—Hay un continuismo en la utilización de fondos negros.
A.—Fue un momento importante en mi trabajo que se inició de una forma anecdótica. Me invitaron a hacer un mural en la calle con otros pintores. Había varios paneles y entre ellos unos negros que nadie quería. Cogí los negros porque como era el más joven elegía el último. Empecé a pintar la luz, a contornear las figuras como si fuera un contraluz. Así nacieron las figuras negras. Esto me llevó a pintar los lienzos de negro antes de empezar a trabajar. Años más tarde leí que Goya hacía lo mismo con las Pinturas negras, pero yo no lo sabía, fue un accidente. Tenían mucho movimiento porque estaban recortados, no son un dibujo. Los Negros son las primeras series conscientes, por un lado, como estudio anatómico y, por otro, como la relación entre el fondo y la forma. Aparece lo neo-expresionista, que es menos violento, más controlado...
I.—Dice Achile Bonito que los neo-expresionistas alemanes utilizan un movimiento histórico como un estilo, obviando sus contenidos primeros, su nacimiento como un lenguaje más directo y visceral.
A.—Exactamente eso es lo que pasa ahí.
I.—¿Cuándo fuiste a Nueva York?
A.—En 1985, con un grupo de artistas. Nos fuimos diez días. Al volver hicimos la exposición NY Con suma arte. Allí, los negros que yo pintaba tenían un sentido, por eso los de esa exposición son más pop.
I.—¿Tenías un cuadro como tu imagen de Nueva York, no?
A.—Sí. “Blue room” (1986). Hice unos apuntes allí y aquí los sumé a un desnudo y con alguna referencia al cine como El cantor de Jazz. El tema me llevaba a iluminar los cuerpos y a hacer carnaciones. Hubo gente que pensó que era un cartel de cine. Pintaba la figura humana bastante encerrada en el marco, tendiendo a comprimirla.
I.—¿Por qué pegabas los personajes al marco?
A.—Quería salir, era mi meta y esta comprensión era su imagen. Estaba harto, quería ver otras cosas, me aburría.
I.—Hacías imágenes tremendamente cinematográficas.
A.—Entonces iba mucho al cine.
I.—Puede que me equivoque pero veo que en esa época hacías imágenes propias. Muy vividas, eran provocadoras. Una provocación que se diluyó a medida que te contaminabas con la información, con unos elementos ajenos que, evidentemente, te eran imprescindibles para poder continuar creciendo, para salir fortalecido.
A.—Era ajeno en la temática, pero me estaba encontrando con el lenguaje y los materiales.
I.—Quizás trabajando de manera absolutamente visceral e intuitiva y en temas propios te hubiera sido más difícil centrarte en el lenguaje, en la propia pintura.
A.—Bebía del arte contemporáneo interesado por formas que yo no había creado, sino que otros habían masticado previamente. En España curiosamente me interesaban los Crónica desde el punto de vista del discurso pero no de la pintura. Me gustaba mucho Tapies y me sigue gustando.
I.—¿Irte fue una opción que siguió otra gente?
A.—Me fui a Madrid con el fotógrafo Pepe Franco. Un año más tarde gané la beca de la Comunidad Autónoma. Allí pinté la exposición “Robín de agua”(1989).
I.—¿La beca implicaba la exposición?
A.—Sí. También en Madrid pinté los cuadros de Contraparada 8 (1987) en la que estaban Sergi Aguilar, Rafael Monagas y Antón Lamazares. Me habían elegido por los Negros pero me pilló en una fase de agotamiento: fue el momento en que estaba más interesado por el fondo de las figuras y, por tanto, atraído por el paisaje. Por un paisaje muy concreto. No quería despegarme de la figura negra pero sí de la idea de un personaje dentro del paisaje. Quería alejarme e irme más hacia la pintura y lo más pictórico eran los fondos. Empecé a trabajar sobre los objetos en el paisaje y su sombra, pero una sombra rabiosa que tenía la misma intensidad que el negro de la figura. Estos eran los cuadros del claro de luna en las ramblas de arena blanca. En “Dónde estás que no te veo” (1987) la idea de ausencia está presente en el título. Ahí empecé a introducir ciertas herramientas que más tarde desarrollaría en Robín de agua. Eran cuadros muy matéricos, pasaba de una obra de mucho color a una obra en blanco y negro. Había un cansancio temático y empecé a buscar otras soluciones, obviando los elementos más ilustrativos.
I.—Era la primera vez que te centrabas en la pintura-pintura; hasta ese momento habías trabajado más con la imagen.
A.—Sí. Hice unos bocetos que llevé a gran formato. Más tarde unía la sombra al objeto lo que daba una imagen abstracta, confusa, un resultado distinto. Aún no me atrevía a hacer abstracción y me apoyaba en ese truco. La referencia también venía del romanticismo alemán. En alguna crítica se calificaron por la melancolía y la soledad como obras metafísicas. No había humor.
I.—¿Cómo fue tu experiencia en Madrid?
A.—No me integré demasiado. Yo venía de un entorno diferente y no muy exportable en Madrid: un chico de provincias, un francotirador. Esto no era un buen pasaporte para el Madrid de entonces. Aparentaban ser muy libres pero todo el mundo tenía familia. Los apoyos familiares son muy importantes porque puedes trabajar y puedes esperar, aparte de que si no tienes cualidades no pintas, evidentemente. Tienes que ser pintor pero luego si no tienes los medios te quemas. Es así. Estaba en Madrid pintando yunques de aquellos... Un día vino un crítico a mi estudio y la cara que puso no reflejaba solamente que no le gustaba sino que no entendía de dónde venía un tipo pintando yunques. Frecuenté algunos ambientes artísticos pero olía una actitud frívola que me molestaba.
I.—Me parece lógico que precisamente en Madrid pintaras el lugar del que estabas desposeído.
A.—Mi padre y yo teníamos una relación tirante, bueno el típico problema generacional, en la inauguración se relajó y entendió que estábamos más cerca de lo que parecía. Se dio cuenta que tenía que dedicarme a pintar. Acababa de conocer a Isabel. Eran muchas cosas... “Robín de agua” es un título precioso de Ángel Montiel “robín” viene de “enrobinado”, o sea oxidado. La exposición fue sorprendente, lo vendí todo y pude seguir en Madrid.
I.—Este año has vuelto al tema de la fragua con la carpeta de grabados sobre La fragua de Vulcano (1999). En la interpretación de obras de la historia del arte de otras obras, me llama la atención que, mientras en otros autores el modelo va desapareciendo, en tu trabajo persista una mezcla entre método y creación en la que el cuadro original sigue presente. No es un punto de partida sino un objeto de estudio.
A.—No suelo hacer revisiones. Este es un caso especial. Era una cuestión sentimental. Se daba la circunstancia de que el objeto que me inspiraba era un cuadro. Una lámina que ha estado durante años en el taller de mi padre.
Además había sido el origen de Robín de agua y jamás lo había mostrado.
I.—¿Cómo surgió?
A.—Uno de los bodegones que forman los 12 módulos en los que yo divido La fragua era el primer dibujo de Robín de agua: esos bodegones de yunques con martillos que funcionaban como imágenes autónomas. Me fui a algunas partes del cuadro y allí desarrollé la temática. Era, en realidad, una reconciliación con el pasado. Como una cura de humildad en la que reconocí que allí había aprendido cosas que me servirán siempre. Fue también un homenaje a mi padre. Era, aún con esa iconografía universal, un mensaje íntimo. Velázquez es un artista en el que no me fijé hasta muy tarde. Me interesaba más Goya. Cuando viví en Madrid me di cuenta que Velázquez podía abrirme puertas que desconocía. Entonces descubrí La fragua, no la lámina que había en el taller. Fue como una revelación. ¡Ahí tenía el original de la imagen que me vinculaba con mi pasado! Yo no quería llevar el cuadro a mi terreno. Deseaba trabajar como un forense. Ser aséptico y distanciarme. Nunca varié elementos compositivos ni lo falsee. Era el juego de los 12 módulos. Esto lo he hecho diez años después como una deuda a Robín de agua.
I.—Volvamos a principios de los noventa.
A.—En 1991 volví a Nueva York. Allí conocí a María Estelrich, marchante que llevaba a la generación española de los ochenta. Me puso en contacto con algunas galerías; una de ellas fue Samuel Dorsky, el galerista era un amante del arte contemporáneo español. Le interesó mi trabajo y se quedó varias piezas. Era una obra muy sobria: desaparecían los yunques, eran hierros que se retorcían. Los elementos eran más abstractos. Al volver, la galería Eladio Fernández me hizo una exposición. En ese momento pensé que me había reconciliado con Madrid pero duró poco. No se vendió obra, no hubo crítica. De hecho no hice una segunda exposición porque Eladio me dijo que el gobierno vasco le subvencionaba exposiciones de vascos y como yo no lo era... Entonces alquilé un estudio en Segovia y empecé la serie de las sombras. Surgió la posibilidad de exponer en la Muralla Bizantina de Cartagena. Cuando tenía pintados cuarenta cuadros entendí que no era eso lo que quería hacer. Me fui a Cazorla con Fernando Sancho. Allí había manchado una tela, la había dejado secar sobre la hierba —como hacían las mujeres antiguamente. Cogí un marco viejo y lo dejé caer encima y de pronto lo vi: salió la gran barriga. Le dije a Fernando “¡nos volvemos a Segovia que tengo que trabajar!” Empecé a expoliar en las casas viejas buscando materiales. Quemé 38 cuadros de la serie anterior y dejé dos que me gustaban para mí. Titulé las nuevas piezas “Cachorros”(1991) porque eran muy pequeñas.
I.—¿Entonces volviste definitivamente a Murcia?
A.—Sí. Isabel estaba embarazada. Todo lo que había hecho en Segovia, todos esos cuadros con barriga, llenos de paja, eran una premonición. Isabel tenía que guardar reposo, por lo que estaba siempre a su lado en casa. Como allí no tenía espacio comencé a hacer unas pequeñas acuarelas: la serie Amniótica(1991) también aprendí a cocinar. Cada vez que se movía el feto yo hacía una acuarela, como en una reproducción de su movimiento. Al final me encontré con 150 piezas. Las metí bajo el cristal de una mesa como hacía mi abuela con las fotos de sus nietos. De manera más consciente expuse en Zaragoza “El cachorro nómada”(1994).
I.—Sabes lo que me llama la atención de tus “Cachorros”: su fuerte carga táctil. Una carga que no está exclusivamente en función de su tridimensionalidad. Las barrigas son casi cuadros. Están a medio camino. Hasta los Cachorros son cuadros de pie. Se convierten en objetos para ser tocados, para ser abrazados. Más que esculturas son objetos. Su pobreza...
A.—No es pobreza, es humildad. Utilizaba la sabina, una especie protegida muy olorosa que tiene connotaciones mágicas. No quería nada sofisticado, quería que todo fuera muy natural.
I.—No son povera en sentido estricto. Hay una elaboración de connotaciones antropológicas. Y vuelvo a encontrar la misma melancolía, que parece que es una característica que define gran parte de tu trabajo. El objeto viejo buscado, no encontrado aleatoriamente, es algo muy romántico.
A.—La idea de melancolía siempre me ha perseguido.
I.—Lo que me despierta, hoy cuando cogíamos la pieza pequeña, es ternura. Ese poquito de paja que sale de la tela negra que guarda manchurrones blancos de pintura que cayeron en alguna ocasión.
A.—Ten en cuenta que el tamaño es parte de su discurso. Jamás hubiera hecho un cachorro grande.
I.—En las barrigas encuentro un peso excesivo del marco. Sin ese refuerzo serían paradójicamente más contundentes; la madera tan limpia, tan trabajada, choca con su vocación natural.
A.—Venía del cuadro y necesitaba una referencia. Si te fijas en el Cachorro nómada que hice dos años después ya no hay vetas de madera, los sacos ya no tienen agujeritos por los que sale la paja, todo es más frío. Está menos implicado en la naturaleza.
I.—Por eso más que la naturaleza veo en este trabajo connotaciones humanas.
A.—Me refiero a la naturaleza en cuanto a lo orgánico. Esto me recuerda lo que me dijo Julián Schnabel cuando acabó un taller suyo en el que participé: “El arte no es arqueología, es poesía”. Creo que se refería al aspecto melancólico y que puede dar sensación arqueológica en mi trabajo.
I.—Fue un tanto taxativo. La idea de ruina ha estado presente en muchos momentos del arte europeo y eso no lo invalida. No es una cuestión incompatible con la poesía. Se puede mirar hacia adelante y hacia atrás al tiempo y hacer una revisión interesante. El problema quizás es que él es americano y no acaba de entender nuestra atracción por el pasado, por la historia que, guste o no, es una característica muy nuestra, un continum en el arte europeo.
A.—Pero el arte a veces se puede deslizar hacia terrenos pantanosos; la arqueología tiene eso, te puede llevar por una recuperación poco edificante.
I.—Bueno, lo rondaste en algunas obras pero tampoco abusaste de esa idea de huella. Y creo, si me lo permites, que es a partir de entonces cuando tu trabajo tiene verdadero interés. Los cuadros de sombras son interesantes pero en los “Cachorros” ganas en emoción.
A.—Es posible. Era una experiencia vital intuida y por eso tienen esa carga. Dejé de hacerlos porque pensé que era respetuoso gastar sólo lo justo de esa emoción. Algunas obras posteriores han salido de ahí, como la que presenté en V Bienal de Escultura de Murcia en 1994, titulada: “Tiempo tras el tiempo”, es un tema de Miles Davis muy conocido. Volvía a una emoción después de haberla vivido.
I.—Esas piezas ya son esculturas frente a los Cachorros que son objetos.
A.—Son tan frías como la pieza de Davis. Hablo mucho de él porque me ha enseñado a ver ciertas cosas, me ha abierto ventanas. Yo no entendía la emoción como algo distante. Esto me ayuda a dosificar mis emociones y a construir con ellas. El cachorro es más grande, es un adolescente. También hice “Estrella”(1996) que presenté a la Bienal de Almería y las dos piezas seleccionadas en Propuestas (1996) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Al final se convertían en muebles.
I.—No creo que sea exclusivamente un problema de tamaño. Hay algunas muy vividas. Eso es el objeto: algo que convive contigo, algo de tu entorno.
A.—Hay otra cosa ahora que lo pienso. Los cachorros primeros son más gestuales en el proceso, no hay un proyecto de escultura detrás. Son automáticos. Parece una contradicción que una escultura sea automática.
I.—¿Por qué?
A.—Por un problema de materiales. El automatismo en escultura es muy difícil. El primer “Cachorro” fue automático: estaba jugando con un cojín y salió.
I.—Sí, es como la muñeca de una niña pobre. Un poco de trapo y poco más.
A.—Quizás aparece mi parte femenina. Imagina lo que es pasar de los negros más resultones e ilustrativos y tirar a la contra, el deslizamiento me hubiera llevado a hacer más negros en otras actitudes. Si te fijas hay una progresión de los Negros a los Cachorros.
I.—Puede que su ser rotundo.
A.—Los Cachorros de bronce, que son estudios de los gateos de mi hijo Ángel, se apoyaban en tres patas y eran tan figurativos y rotundos como los Negros. Hay algo escultórico en esos Negros, además son chatos.
I.—Como tú. Tu eres chato. Tu físico es chato.
A.—Pepe Franco me decía un día que mientras lo feo puede ser comercial, lo chato no. Es un concepto estético de difícil difusión. Hablábamos de la barriga de Sánchez Ferlosio y de lo chato. Más tarde volví al soporte plano, al papel. Las acuarelas nacieron al tiempo que los Cachorros.
I.—No existe una relación formal, encuentro que son más bien obras conectadas por las experiencias vitales que tenías en ese momento...
A.—Lo que me atraía era el tema. Puse en práctica el no-estilo. Yo nunca había pintado con acuarela. en el verano de 1994 se incendió la sierra de Moratalla. Era un día con 48º y yo estaba fundiendo los Cachorros a 1800º. Había calor por todos lados. Entonces empecé a manchar con acuarela roja. Al principio no había intención de hacer un cuadro. Lo titulo 48º (1994). VIH una posible puerta: trabajar con agua sobre papeles grandes. La primera exposición con este trabajo fue una itinerante que se llamó Acuarelas. Después vino la individual en la Galería La Aurora.
I.—Son imágenes muy acuáticas mientras que ahora aprecio en tus piezas una idea de lo aéreo. No creo que sea exclusivo del material, aunque es importante que entonces trabajaras con acuarela y ahora con pastel, pero piensa en cómo consigue con pastel Odilon Redon sus imágenes acuáticas. Piensa en alguna de sus Ofelias. Las acuarelas eran como marañas cerebrales, de ahí el agua. Los cuadros actuales son más racionales, más limpios, como estructuras de construcción.
A.—Las acuarelas eran más automáticas y por eso las titulé "Máquinas"(1995). Está presente el interés de coger un material y convertirlo en otra cosa. Eso me ha costado discusiones con los puristas. Primero por el tamaño, por el tratamiento y por meterle al final el pastel negro. Decían que lo que hacía no era acuarela.
I.—Es que los acuarelistas, desde el principio, hicieron de una técnica un género.
A.—Claro. ¡Qué tontería! Un óleo es sólo una técnica utilizada por gente en diferentes épocas bajo parámetros distintos, igual que la acuarela. Romper con eso me apetecía mucho.
I.—También rompías con la figuración, porque desde entonces funcionas con imágenes abstractas o resultados abstractos. Aún en los Cachorros hay ligazones con lo figurativo, referentes cercanos a lo real o a lo simbólico. Aquí ya no. La temática es la propia pintura.
A.—Sí, porque incluso Amniótica es figurativa.
I.—Pienso en aquella frase, creo de Kandinsky, que decía que él nunca había sido un pintor abstracto porque partía de referentes reales. Ser abstracto no es sólo un resultado, sino también una actitud.
A.—En estas acuarelas aún hay un ramalazo porque, aunque paisajes, son paisajes abstractos. Se titulan “Fosca” (1996), que es la neblina que se crea en el agosto murciano cuando hace mucho calor. Es trabajar sobre el límite del calor.
I.—Algo que cualquiera que viva en agosto en Murcia comprende.
A.—Sobre estos cuadros me cuesta más hablar.
I.—Hablan por sí solos, no necesitan andamiaje. Son mallas que funcionan como una pantalla que no te dejan entrar, con la excepción de esas pequeñas entradas de aire.
A.—Con respecto a las mallas, es que la idea de obstáculo me atrae mucho.
I.—En los cuadros que haces ahora el obstáculo es más concreto. Es la negación de la que hablábamos cuando comentábamos los fragmentos substraídos a obras punteras de la historia del arte y que ya se encuentran dentro del imaginario colectivo de nuestra generación. Preferimos el cuadro recordado, a su versión históricamente más fiel. Me decías que hay gente que le tiene miedo a esas negaciones de tus pasteles, que rechaza esas bandas de color rojo o blanco que obstaculizan la entrada visual.
A.—Quizás estoy plantando un cuadro delante del cuadro que hay detrás.
I.—Quizás tachas. Vas más allá de la idea del collage; es como taparle los ojos a las fotos de la policía en la prensa, se tapa su identidad. Se te niega la entrada y también el conocimiento absoluto.
A.—Es curioso que digas esto porque tengo una colección de retratos tapados y recortados de la prensa. La llamo “El rostro de Caín”. Esa negación de la identidad, puede ser cualquiera.
I.—Como el conde Lecquio y las fotos de su desnudo, ¿no se le veía la cara, no?
A.—Eso es que tu no la mirabas (risas). La gente piensa que al tachar no quieres pintar.
I.—Estoy pensando en los arrastrados de Richter que son otra forma de negación.
A.—Los tengo muy presentes cuando pinto. Cómo se puede construir una imagen negándola. Hay gente que le molesta que tape un cuadro de esos porque le gusta lo de atrás. Que se sientan así significa que el cuadro ha sido eficaz, es un sentimiento que me apetece provocar.
I.—Provocar rechazo con algo tan etéreo y delicado como el pastel. Enfrentar el pastel al óleo, o dejar que el óleo ante un competidor exprese cuan agresivo puede ser. ¿Sabes que creo? Que si los cuadros no mantuvieran esa negación serían totalmente bonitos, demasiado.
A.—Exactamente. Y sí que hay un intento de acabar con eso. Yo me canso de mis modos y eso es una manera de romperlos.
I.—Esto quedaba clarísimo en cómo se acercaba Joan Hernández Pijuán a los alumnos del taller que dio en Blanca. Si recuerdas, intentaba todo el tiempo deshacer los cómodos tics que cada uno nos construimos, los intentaba matar para no ensimismarse, para continuar adelante descubriendo, pintando.
A.—“Alejarte de ti”. Empleaba esa frase. Así puedes llegar a sitios sorprendentes. Pijuán de lo que habla todo el tiempo es que si tú no te emocionas raramente conseguirás emociones con tu obra. Mucha gente me dice, ¿por qué cuando haces esculturas no las haces en hierro? Y es precisamente porque lo conozco demasiado y pocas sorpresas puede darme con relación a la madera o la tela. Por eso he hecho acuarelas o pasteles. No controlaba la técnica y eso me interesaba. Descubro cosas de mí que no conocía. Cuando entro en un modo me aburro y cambio de material; quizás lo que me pasa con el pastel es que empiezo a controlar: cómo poner acentos, cómo crear masas, cómo ensuciar.
I.—Lo curioso es que cuando haces un cartel o una escenografía lo que estás pintando en ese momento aflora en estos trabajos.
A.—Es cierto. Por ejemplo las escenografías de “Bastián y Bastiana”(1999) o “La voz humana”(1998) están muy ligadas. Me acuerdo que me dijiste que eran un cuadro mío y me gustó que lo dijeras porque llegué a pensar que veía mis cuadros por todos lados. También estaban en la escenografía de “Hamlet”(1999). Pero volviendo a los cuadros, hubo un momento en el que empezó a entrar el pastel para reforzar unas zonas de la acuarela que me parecían blandas, hasta que me deshice de la acuarela y empecé a arrastrar el pastel. Me excitaba poder convertirlo en otra cosa, pasar de su resultado aterciopelado a algo más duro. En lugar de acariciar el pastel, incrustarlo en el papel con la piedra. Sale entonces una mancha cercana al óleo.
I.—El pastel te permite pasar de lo duro a lo etéreo con relativa facilidad.
A.—Eso es una ventaja, porque tiene un registro muy amplio. Hay un dibujo de mi hijo Ángel, es una maraña muy dulce y luego un momento en el que insiste en una forma cuadrada dentro de esa maraña pero con el mismo trazo; consigue con el lápiz crear fondo y forma, atmósfera y figura, en una misma sesión. Con esa técnica hice “Interior sonámbulo”(1996).
I.—En medio estarían aquellos cuadros que hacías cuando te conocí hace casi dos años y que me recordaban tanto a las atmósferas de Vieira da Silva. Eras muy constructivo, aunque no menos lírico.
A.—Fue un intento de acercarme al óleo, pero no seguí porque no le veía posibilidades de crecer en tamaño y eso me molestaba. Lo guardé en un cajón. Ya reaparecerá.
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