SESIÓN 23.8.99
I.—¿Cuál suele ser tu proceso de trabajo?
A.—Cada obra es diferente. Pero sí existe una necesidad, común a toda la obra, no tanto por conseguir una imagen, la experiencia me dice que yo no llego a una imagen desde algo preconcebido; parto, más bien, de un estado de ánimo. Suelo tener un proceso de precalentamiento: ante el papel en blanco imagino un movimiento físico, un tipo de actitud de la más violenta a la más serena. Y sobre todo estar abierto a lo que la obra demanda. Saber leer lo que me pide. Si lo consigo me doy por satisfecho. Quiero ser el primer espectador de esa experiencia por eso evito hacer lo que llamo “viñetas”. Procuro disociar la imagen de la pintura. La imagen es un hecho narrable que se cuenta visualmente con diferentes técnicas; la pintura es otra cosa, es una experiencia matérica.
I.—Aunque a veces coincidan, ya que no toda imagen es narrable como dices...
A.—Bueno, Las Meninas sería un buen ejemplo de coincidencia.
I.—Pero estoy pensando en imágenes poco pictóricas pero que son obras de arte por su fuerza iconográfica. Un ejemplo sería Magritte, que fue un gran constructor de imágenes. También hay imágenes que no tienen un paralelo literario y que no son narrables, cuya expresión escrita u oral es un texto paralelo, un texto que habla desde la emoción o desde el pensamiento abstracto.
A.—Bueno, eso me interesa mucho. En realidad soy un coleccionista de imágenes; las recorto y las pego en un libro. No las desprecio, pero en mi trabajo intento alejarme de ellas porque me llevan a sitios que no me interesan. De hecho hay imágenes que me motivan para ciertos cuadros; por ejemplo, la fotografía de un soldador con chispazos de fuego más tarde me hizo trabajar en los puntos de luz.
I.—¿En tus huellas actuales de chinchetas?
A.—Exacto. Son obras en las que la música tiene mucho que ver.
I.—Esos puntos que tú colocas en el espacio son casi notas sin pentagrama.
A.—Conscientemente lo hago así, son ritmos. He llegado a bailar delante de los cuadros.
I.—Encuentro cierta carga espiritual en lo que pintas en los últimos años.
A.—Puedo ser una persona espiritual; pienso que hay mucha conexión con otros lugares en el hecho de coger un material y establecer una vía de comunicación. Aunque hayamos perdido la ligazón con la magia y con lo religioso, sobre todo en Occidente, pienso que el artista, de alguna manera, es un chamán. Y yo no me excluyo. Lo que pasa es que no me gusta abusar de esos caminos ni tan siquiera como experiencia porque no creo que me lleven a algo muy eficaz. Prefiero el “laissez-passez”, hacer una cosa sin observarme demasiado. Cuando trabajas sobre campos poco tangibles, si les prestas excesiva atención puedes llegar al amaneramiento, a mirarte demasiado el ombligo y desembocar en un esoterismo ridículo.
I.—Al hablar de espiritualidad no me refería a ningún dogma en concreto sino a un estado de ánimo.
A.—Sí, pero hay que cuidarse, contenerse. Me interesan los artistas que se contienen. Hay una actitud sabia en los que no hacen todo lo que saben, ni dicen todo lo que saben pensar. Así seleccionas más. Es una especie de autocensura creativa.
I.—Pese a que has hecho incursiones en la escultura o la fotografía te has mantenido fiel al acto de pintar. Me gustaría hablar de esa fidelidad frente a los gritos intermitentes de agoreros que discuten sobre su muerte.
A.—No tengo una respuesta. Es posible que la pintura esté muerta, no lo sé. Al principio de los 80 hice fotografía, pensaba que la pintura estaba acabada. Lo cierto es que funciona como un bálsamo y esto ya me parece importante. No sé la función que tiene el arte. Antes lo tenía más claro, ahora no. Dudo mucho de la capacidad de intervención política o social del arte.
I.—Esa capacidad queda desactivada en el momento en que entra en el museo.
A.—No sólo es eso. Cierto arte político me parece ingenuo. Lucio Muñoz decía que si quieres hacer una revolución debes coger una metralleta en lugar de un pincel. El acto de pintar es muy onanista, pero esto no le quita mérito. Si la gente se tomara en serio su trabajo, sea hacer un cuadro o un gazpacho, todo iría mejor. Pienso que por muy inútil que sea pintar siempre es más positivo que traficar con armas.
I.—¿Sabes que tanto Pollock como Picasso afirmaban que pintaban con el pene?
A.—Sí, pero aludes a un comportamiento masculino y yo me refiero a un onanismo genérico. También existe en el arte realizado por mujeres. Cualquier recreación tiene algo de eso. Yo no acabo de entender lo de las crisis en la pintura. Sólo se habla de crisis en los lugares donde hay mercado. Todos los artistas desde el principio han tenido en mente ciertas obras radicales. Imagino perfectamente a Miguel Ángel pesando en coger un urinario y decir que era arte, como un deseo secreto. Pero tuvo que transcurrir el tiempo.
I.—Si no lo hubiera hecho Duchamp, ¿lo hubiera hecho otro?
A.—Seguro. Son deseos universales. La putada es que en mi generación los deseos ya se han cumplido; eso sí es una crisis si hubiera que hablar de ella. ¿No piensas que a Velázquez le hubiera gustado hacer un dripping como a Pollock? Estoy seguro que sí. Imagino a Miguel Ángel diciendo “yo soy el artista”. Cuando se descubrió el Laocoonte dijo el papa Julio II: “Esta es la imagen que Dios ha creado. ¡Alabado sea Dios!” Miguel Ángel, vehemente, lo contradijo diciendo “Este es el hombre que Dios creó a su imagen y semejanza. ¡Alabado sea su autor por los siglos de los siglos!” Reivindicaba la idea del artista divino, como mago: “yo elijo el material , lo toco y lo convierto en arte”. Y esto es lo que hace Duchamp. No es un problema de capacidad técnica, sino de selección que tiene que ver con la concepción del artista como un ser especial. Incluso la Mierda de artista de Piero Manzoni es un deseo oculto y latente en la mayoría de los artistas. “Mi mierda es arte”. Por eso creo que ahora que los deseos se han cumplido, estamos más necesitados de ideas. Hemos gastado las ideas mientras la ciencia nos hecha un pulso a diario. Y eso nunca había pasado.
I.—Lo que dices me recuerda la polémica creada en los últimos meses por Gombrich cuando planteó que la ciencia había progresado mucho en nuestro siglo con relación al arte. Gombrich con ello no sólo ligaba el arte a la idea de progreso sino que estaba borrando de un plumazo la creación visual del siglo XX.
A.—Hay que tener cuidado porque con un poco de ironía puedes cargarte hasta el Renacimiento. A la hora de hacer una crítica hay que ser más constructivo. No veo tanto las cosas en términos de avance sino hasta qué punto el arte representa el modo de vida de cierto colectivo o persona, o cierto modo de ser. Yo sigo viéndolo como una huella del artista. Las hay sociales, pero otras sólo reflejan una subjetividad, un individuo. Hablar del arte en términos de avance es muy peligroso, ya no sólo si nos referimos al contemporáneo. Si el Renacimiento fue un progreso también fue un corsé a una forma de ver más abierta que nos ha castrado la mirada. Cuando hablo de la relación entre ciencia y arte veo que en arte los lenguajes poéticos se agotan, mientras la ciencia se abre como escenario poético. Se está invirtiendo el proceso: la ciencia ha sido el campo de lo utilitario y el arte de lo imaginario. En la actualidad el arte es utilitario, en el sentido que es narrable, político, sexual... el conceptual de los 90 es muy tangible, tiene una función muy concreta. Sin embargo se están desarrollando teorías científicas poéticas e incluso inútiles, conscientemente inútiles. El arte electrónico, por ejemplo, tiene todos los guiños de un sistema tradicional de imágenes.
I.—Se están descubriendo las posibilidades técnicas del medio como lenguaje. Piensa en las webs que se transforman por cada navegante que las visita. Me gustaría volver a tu trabajo. Creo que es melancólico en todos los sentidos: como resultado y con respecto a la época de crecimiento y fe. Tú haces una pintura abstracta y creo que tremendamente clásica. Haces una revisión matizada de algunos movimientos de las vanguardias que no es irónica, que no está despegada, que se cree lo que hace. No es simplemente un apropiacionismo sino más bien un continuismo, lo que podría entenderse como una actitud conservadora, ¿cómo lo ves tú?
A.—(risas) Sí, y es algo contra lo que lucho. Hay cosas que sigo practicando porque no he encontrado nada con qué sustituirlas. Si no me demuestro a mí mismo lo contrario, sigo ahí. Quizás soy melancólico aunque tenga una fuerte vena vital. Pese a todo no es por fidelidad, exactamente. Ni siquiera fetichismo o añoranza, sentimiento para mí sospechoso. Es la convicción de que aún quedan huecos en el interior de esa posición. Y que esa construcción implica un comportamiento que me parece útil para un artista de mi generación. La propia inercia de aquellos momentos, con dos grandes conflictos bélicos como escenario, no permitió rematar ciertos discursos. Creo que hay tres niveles de comportamiento: el estético, el ético y el político. Situarse sólo en el primero nos lleva a una revisión frívola de la historia. Lo político nos puede llevar a un terreno ingenuo con fecha de caducidad. Creo que la ética nos permite abarcar con más ambición todo el espectro.
I.—¿Seguimos entendiendo lo moderno bajo el punto de vista de Baudelaire, lo fugitivo y lo nuevo?
A.—Asocio la modernidad a una idea de desarrollo, a poder solucionar problemas de convivencia.
I.—Pero volvemos a la idea de avance, a lo que criticábamos de los planteamientos de Gombrich.
A.—Sigo ratificándome en que no creo que el arte solucione los problemas. La solución está en el individuo, sea o no artista. Ver que un sistema de organización social como es la política ha sido un fraude. Estas son las crisis importantes. Sigo viendo el arte como un espejo, no es que quiera quitarle responsabilidad pero la suya respecto a otras prácticas es mínima.
I.—En una entrevista que se hacían mutuamente Gordillo y Teixidor, planteaban que el progresismo que defendían muchos artistas en los 60 les hacía ver las vanguardias como un todo que había que aceptar al completo mientras que hoy ellos las analizaban de manera crítica, más selectiva, más desapasionada. Ni todos los autores, ni todos los movimientos.
A.—Claro, hay que ser selectivo. Imagino que todos los somos. Es un síntoma más de fin de siglo poder seleccionar. Es cierto que somos eclécticos y que cualquier movimiento puede ser abordado sin complejos. Por eso me interesan obras que traslucen esos comportamientos. No es la idea del héroe sino la obra que habla de un hombre que es capaz de transformar la realidad. El individuo que afronta la realidad sin coros. Peter Brook dice que el artista ha de ser fiel a sí mismo aún teniendo presente que la verdad está siempre en otro lugar.
I.—Es la idea de utopía como un deber ético a perseguir que, sin embargo, ha sufrido un baño de escepticismo.
A.—No es que dude de la verdad, pero, por alguna razón, estoy metido en esto y debo llegar hasta el final. No hay que estar siempre intentando sintonizar, esto es lo que ha destrozado la política y a muchos artistas: el excesivo celo ante el espectador. No creo que haya que despreciarle pero tampoco darle todo lo que pide. En los 80 se habló de la vuelta a la figuración. Decían: “por fin el arte se vincula a la sociedad”. Se consideró que las vanguardias habían rechazado al espectador y al público. En cambio yo creo que hay que mantener una cierta épica. A mí me sirve.
I.—Esa generación planteó su discurso frente a los artistas anteriores, como si tuvieran que nacer de su cenizas. Después se ha demostrado que son perfectamente compatibles.
A.—Fue como una guerra de religión. Antes me refería al público y por qué me parece que cambia la actitud de los artistas. Se ha producido el efecto contrario: el artista que aprovechando sus cualidades se convierte en un altavoz de las demandas del público. Se habla del divorcio entre el arte y la sociedad, se dice que la sociedad tiene preocupaciones ajenas al arte. El otro día hablaba con una persona sobre unas piezas de Christo. Me preguntó “¿y eso para qué sirve?” Le contesté que había miles de ojos atentos a 22 tíos detrás de una pelota y nadie se preguntaba para qué servía, o cinco millones de personas siguen un concurso con un tío abriendo botellas con un tractor y nadie se cuestiona por qué. Hay artistas que reaccionan intentando sintonizar, es una actitud cobarde. Prefiero al que de manera constructiva intenta acercarse a la sociedad. André Magnin dice que el arte nos hace albergar una espera que desconocíamos. Las obras que nos afectan son aquellas que nos dan algo que no esperamos recibir. Es una idea del misterio, de lo imaginativo. ¿Por qué a un artista le perdonamos falta de calidad si logra transmitir ese misterio mientras que un creador más sofisticado que no conecta nos deja fríos?
I.—Parece que hoy resulta más difícil hacer pintura, que hay que justificarse.
A.—Supongo que siempre lo ha sido. Me resisto al rollo autocompasivo de “estamos ante el fin del arte”. Hacer las cosas bien siempre ha sido difícil. Ahora tenemos un problema añadido y es que estamos casi obligados a hacer cosas nuevas. Un acuarelista del siglo XVIII no tenía ese problema. Pintaba y ya está.
I.—El problema fundamental es el mercado.
A.—Pero es curioso porque nadie quiere hablar de él. Creo que muchos de los grandes problemas del arte se desentrañarían si habláramos del mercado.
I.—Son dos cosas diferentes pero están muy contaminadas. Hoy creo que el mercado influye más en el arte que el arte en el mercado.
A.—Ha llegado a ser así. De hecho hay obras que existen porque existe el mercado.
I.—La obra de Jeff Koons, por ejemplo.
A.—Y Warhol, incluso creo que es una cualidad. En defensa del arte americano diría que tiene menos prejuicios con respecto al mercado, y eso, si quieres, lo hace más libre. Me parece muy serio el arte americano del que tenía una imagen frívola hasta que fui a EEUU. No se puede ver el tamaño como algo peyorativo, a mí me parece otra de sus cualidades. Ante esos formatos plantear ciertos juegos es algo muy serio. Serra, por ejemplo, hace una obra radicalmente americana en ese sentido.
I.—Piensa en las obras de Serra como Splashing o su ligazón con San Carlino de Roma en las piezas de su muestra del Guggenheim.
A.—De acuerdo, pero la actitud es más abierta. El arte europeo, generalizando, está cargado de contenidos pero tiene un sistema de producción muy precario. El americano tiene la posibilidad de desarrollar una obra simple con un sistema de producción muy poderoso. Con respecto a lo que hablábamos del misterio, ellos lo consiguen ampliando las cosas.
I.—Lo que dices de los tamaños me conduce a la idea de lo sublime de Burke. Intuyo que aquello que tú denominas misterio estaría relacionado en ocasiones con lo extremo.
A.—Es lo que dice Cocteau: “no hay excesos ridículos”.
I.—Quizás Schnabel sería un paradigma en pintura de los 80 de ese americanismo en los formatos que tú comentas. Pienso en los cuadros inmensos del Guggenheim. Allí hice un juego perverso, quizás no tiene sentido, pero me pregunté si los cuadros funcionarían a un tamaño más humano. Su tamaño es algo que emociona. Me dije, ¿qué hay de la pintura? son como una superación del ser humano, abarcar más allá del propio cuerpo. Hay obviamente una lectura heroica del pintor en obras como estas que elimina cualquier actitud del espectador que no sea la admiración. Es la pintura como espectáculo.
A.—Entre los artistas se valora mucho ese dibujo caligráfico, lo que podría ser el dibujo de teléfono. Se valora por su frescura y el comentario recurrente es “¡joder, si pudiéramos pintar así, elevar esto a tamaño!”, lo que implica que hay una complicación al aumentar el formato y mantener la frescura, generalmente se pierde. Cuando lo consigues se convierte en otro tipo de obra. No es justo preguntar cómo funciona algo a distinto tamaño.
I.—Lo sé, pero es un pensamiento inevitable.
A.—Sí, pero es que la exposición de Richard Serra del Guggenheim también funcionaba en parte por el tamaño.
I.—Ahí es distinto. El espectador participa dentro de la obra, es mucho más física. En la elipse, al recorrer su perímetro llegas a confundir el espacio y a marearte. Nunca llega a perder la escala habitable, podríamos decir, porque se inspira en San Carlino de Borromini, y esa iglesia no la pierde jamás. Serra es melancólico también.
A.—Siempre que aumentas el tamaño estás cuestionando físicamente al espectador. En el caso de Serra se produce un diálogo y en el de Schnabel una provocación. Pero volviendo al mercado, el arte, americano no se entiende sin él, tampoco las esculturas de Serra. No existen sin un sistema de producción y una gran factoría que pone en manos del artista todos los medios que necesita. Los aviones de Calder no se pueden hacer si no hay una compañía aérea que los financia. Aquí está empezando a hacerse, pero quieren recoger sus frutos demasiado rápido y no dejan que el artista desarrolle en totalidad la obra. Lo castran a medio camino.
I.—Nuestras empresas juegan en desventaja respecto al mercado americano. Ellos crean el mercado, deciden lo que es bueno y lo que es malo por lo que es más difícil que se equivoquen.
A.—O esperan que llegue un proyecto. Saben olerlo.
I.—No caigamos en la inocencia de pensar que ellos son más sensibles, me refiero a sus empresarios. Es que el mercado lo inventan ellos y luego en la periferia tenemos los restos, un minimercado, ya no europeo, sino español que intenta moverse fuera con gran esfuerzo a través de galeristas con vocación internacional. Pero piensa en nuestros vecinos. La clave está en que conocemos más artistas americanos, que franceses, portugueses o italianos, eso por no hablar de argelinos, tunecinos o marroquíes.
A.—Sí pero hablemos del mercado como generador de obras de arte de gran belleza. Piensa cuando en los 80 se abrazaba la idea del gran tamaño y en los 90 se dice, “lo único que tienen es el tamaño”.
I.—Los alemanes también hicieron grandes formatos.
A.—Pero como estaban más comprometidos se les perdona. Ves un Baselitz grande y está justificado por su dramatismo, pero ves un Schnabel y dices: “tengo que evitar que se quede conmigo”.
I.—Volviendo a ti. ¿Cómo ha cambiado tu actitud a lo largo de estos años?
A.—Si analizo mi obra de hace años en seco, sin tener en cuenta su contexto y en relación con lo actual, supongo que ahora soy más conservador. Pero si la analizo con relación a la vida que llevo o llevaba lo era más entonces. Necesito ser más radical en lo cotidiano ahora. Tú decías que mi trabajo actual tenía que ver con la obra de algunas vanguardias. También me interesan ciertos pintores de domingo, su creencia en la pintura. Me parece un motor que no veo a veces en pintores profesionales. Se habla de la credulidad como una carencia. El incrédulo se pierde muchas cosas. No entiendo al artista sin el entusiasmo de la creencia. Piensa en cuando escribes algo; una noche te parece increíble y a la mañana siguiente te levantas y al leerlo te parece una mierda y lo tiras. ¿Quién ha cambiado? El texto no, has sido tú, por tanto te estás perdiendo algo, los valores que el día anterior te daban el entusiasmo. Sin embargo hay cosas que mantengo como el color negro, como ciertos contraluces que me conducen a emociones que no abandono y que me llevan a la infancia. La verdad es que aún no entiendo por qué esas imágenes y no otras. Aunque no es tan importante saberlo.
I.—Tu trabajo actual no entra en la espiral de la novedad, está lleno de matices muy sutiles, muy silenciosos.
A.—Me pregunto si es posible ser crítico de uno mismo. Mientras manejaba las fotos para este libro pensaba que soy un pintor de emociones más que de ideas. Un problema del arte contemporáneo es la creación de estereotipos que obliga a que el artista entre en un modelo. Por eso descubrir tu frecuencia está bien, sintonices o no. Y eso es lo que me está pasando: estoy descubriendo mi frecuencia. El otro día escribía en uno de mis cuadernos, ¿consideras que eres un artista contemporáneo? No lo sé, pero tampoco tiene mayor importancia. No puedo convertirme en el artista que no soy.
I.—Quizás uno está más fácilmente a la moda cuando tiene 20 años.
A.—Con 20 años te cuesta poco trabajo hablar de ciertas cosas, por ejemplo de la muerte que puede aparecer en un cuadro, en una camiseta, un tatuaje o un corto de tíos que pegan tiros. Conforme tienes experiencia y asumes tu muerte eres más cauto a la hora de abordarla. La obra de Mapplethorpe al principio es mucho más dura que la del final, ahí ya sabía que iba a morir. Él no alude al Sida, se aleja. Al borde de la muerte se hace el autorretrato con la calavera. Ya no es la frivolidad de un joven que se hace la fotografía como un juego. Cuando eres joven abordas el arte a través de los grandes temas, el amor, la muerte... es la atracción por la catástrofe. Cuando creces te das cuenta que la heroicidad es lo cotidiano, te decantas por pensar “mientras no llegue un gran tema, me meteré en pequeños y cercanos”. Ser pequeño y cotidiano es más difícil.
I.—También con la edad utilizas una mayor economía de recursos.
A.—No sé si has leído un relato de Jack London titulado Por un pedazo de carne. Es la historia de un boxeador joven al que quieren convertir en estrella y compran a uno viejo que ha sido famoso para que pierda en una pelea entre los dos. Pero el viejo se carga de orgullo y como quiere ganar en su último combate se gasta todo el dinero en un pedazo de carne para estar fuerte. En el combate el joven es más ágil y se mueve más, pero el viejo intenta no desgastarse, da los mínimos golpes posibles y aprovecha la fuerza sobrante del joven. Es la lucha de la experiencia frente a la fuerza. Cuando no eres joven te apoyas sobre tus defectos para construir, cuando lo eres, sólo sobre tus virtudes. Yo muchas veces pinto sobre mis defectos. He pensado si mi obsesión por el blanco y negro no será una carencia para dominar el color. Acabo de pintar un cuadro inspirado en la Batalla de San Romano de Paolo Uccello porque, de pronto, he descubierto a un pintor abstracto. En lugar de valorar los elementos descriptivos y narrativos del cuadro me he ido a los ornamentos de los caballos, a las flores. Como los recorta y les da tanto color se convierten en el tema del cuadro. Uccello, en esas tres versiones del cuadro, utiliza el formato alargado que es esencial en la obra. Yo iba a cortar los papeles pero en lugar de hacerlo pinté los cortes de negro y trabajé dentro de lo que quedaba.
I.—Como si fuera el formato panorámico...
A.—Exacto. Y generaba una extraña composición. Estaba dentro del cuadro como elemento compositivo y convertía la obra en algo de doble proporción: una panorámica y otra más cuadrada. Eso me ha abierto un campo rítmico que antes no tenía.
I.—Lo que dices me lleva de nuevo a las restauraciones de obras de arte. Cuando les añaden o les quitan trozos para que sean más fieles a la imagen original. Cuando hablabas de lo alargado pensaba en el fragmento superior de Las Hilanderas. Per se es un asunto muy misterioso que con su presencia o carencia cambia mucho la obra.
A.—Es un cuadro que me interesa mucho. Por la rueda y por los dos fragmentos: el de arriba que dices y otro solucionado por la cortina. Me interesa porque el tema de la negación me resulta fascinante. El interés por negar esa zona en un cuadro puede generar tensión.
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