domingo, 17 de abril de 2011

Presentación COCINANDO EN TIEMPOS DE VERANO.


Para los que conocemos a Antonio desde los tiempos del pan Bimbo no es de extrañar la aparición de este libro ya que en él se unen dos de sus pasiones confesables: cocina y literatura. Y digo literatura, porque no hay mas que leer alguna de las recetas para darse cuenta que Antonio no solo ha pretendido hacer un recetario, sino que aprovecha la ocasión para colarse y contarnos un cuento con paisaje de fondo. Un cuento, o sea un relato, pero con personajes que no son los de las novelas negras que tanto le gustan: mujeres fatales, asesinos misántropos o sabios matemáticos escondidos en una cripta, sino una ñora seca, una corvina de Cabo de Palos, un chato murciano o un crespillo de Cartagena. Por lo demás el relato corre en paralelo a uno clásico: principio, nudo y desenlace, tal vez sea ese el secreto de toda buena receta. O sea una compra inteligente, la cocina justa y a la mesa con un buen vino y mejores amigos. A la vez nos habrá deleitado con algún paisaje mediterráneo o con el sentimiento de gozo de ver felices a sus invitados. Parafraseando a Angel Montiel: podemos decir que al igual que una novela erótica y un mapa de carreteras, un libro de cocina si es bueno, irremediablemente se acaba leyendo con una sola mano. Pues los tres tienen implícita vocación de utilidad, esa cualidad de la belleza tan denostada hoy en día. Casi nada: sexo, viaje y buena mesa, las tres gracias que esperamos nos asistan hasta el fin de los días.

La primera vez que ilustré un texto para Antonio fue una noche de carnaval a principios de los 80 en un local veneciano llamado IL PARADISO PERDUTO donde cantamos, comimos y bebimos como posesos casi hasta el amanecer. Creo que fue aquella noche cuando nos hicimos amigos y lo sellamos con un pequeño poema y un dibujo sobre un papel manchado de aceite de oliva, o sea, casi todos los ingredientes de las cosas que habrían de importarnos mas tarde. Ese fue el lugar que Antonio eligió para huir, darse una tregua de esta Murcia ingrata e iniciarse en un arte que por aquel entonces sus amigos ni presentíamos “el del paladar”. Y ahí ha seguido constante, lo que en un principio parecía un capricho de juventud, un rincón donde fijar la curiosidad en medio del desconcierto, se fue transformando en su oficio, y ha acabado convirtiéndose en su “sacrificio” en el sentido que daban los antiguos a esa palabra: “sagrado oficio” que es sinónimo de ofrenda, aunque en su caso los ofrendados no seamos dioses, sino alguna princesa acompañada por un opositor a héroe pero con méritos de semidios. Estas ofrendas se han venido oficiado en sus pequeños templos, los nuestros: Los mares del sur, El vaporretto, Las cocinas del cardenal, Trapería 30 y también en su casa con la complicidad de la encantadora Marta, que asiste paciente a los desbarres efusivos de los invitados o del mismísimo Antonio.

Algunos años mas tarde de aquella noche veneciana y ya de vuelta a Murcia, Antonio recibió el encargo que un grupo de artistas le hicimos para el coctel de la exposición NUEVA YORK CON SUMA ARTE. Lo que iba a ser un simple complemento gastronómico para la muestra acabó convirtiéndose en una pieza mas de la misma, tal vez la mas atrevida. Un sinfín de canapés de colores instalados sobre el capó de un inmenso Chevrolet amarillo hicieron las delicias de los allí presentes, y aunque en un principio hay que confesar que teníamos algo de prevención, aquellos trocitos de colores comestibles volaron en pocos minutos. Recuerdo mi perplejidad cuando le pregunté ¿Antonio, esto no será venenoso? Él, mirándome con resignación me dijo: “Se llaman colorantes alimentarios y se pueden comer sin problemas”. Y que sabía yo entonces de esas cosas….

Antonio es para mi el Curro Romero de los fogones, y estoy seguro que firmaría la frase del maestro de Camas cuando después de una faena frustrada en el coso de la Maestranza, y ante los abucheos del público, dijo: “Yo no vengo aquí a la guerra, yo vengo aquí a hacer arte,” Y es que si una vez te ha sorprendido es posible que ese mismo plato ya no lo pruebes, por la simple razón de que a él ya no le pone. Antonio es un poeta, nunca ha dejado de serlo y menos en la cocina. Y ya se sabe que los poetas tienen sus riesgos pero cuando aciertan nos abren las puertas de mundos insospechados. Como pasaba con Curro, sus grandes faenas son tema recurrente de conversación entre la afición. Sin embargo en donde es insistente es en la necesidad de que la vida transcurra a su alrededor con la mayor intensidad y es que Antonio es un infatigablemente, aparte de la cocina: del amor, de la amistad y de la música.

Antonio pertenece a esa generación de creadores que por demonios o por viejos ya han pasado todos los sarampiones culturales y está empeñado en extraer lo universal de una cocina cercana, basada en recursos autóctonos y en una tradición que ya ha sido testada por siglos de ingenio, necesidad y sabiduría. Pero no se equivoquen porque la creatividad y la búsqueda no abandonan jamás su trabajo, y ahí radica su modernidad. No hay mayor gozo para los sentidos que sentarse ante uno de sus plato de nueva textura, con un aspecto sorprendente y al primer bocado sentir como te invade un sabor de estreno y a la vez profundamente familiar. Dice el coleccionista André Magnin: “el arte que me gusta es el que me hace descubrir una espera que desconocía”, creo que esta idea explica con precisión lo que puede pasarnos con algunos platos de este cocinero.

Pero Antonio no sólo tiene olfato para las perolas, también sabe oler los tiempos que corren entre otras cosas porque como todo buen autónomo los está sufriendo sin red, con la imaginación y la ética como toda protección frente a un futuro que si nos ha de sonreír será porque nos hayamos dejado la piel. Antonio a estas alturas ya no cree en los milagros pero si en la providencia, así que pasado el espejismo que, como no, también afectó a la cocina, sabe que de esta crisis sólo se sale con creatividad y sentido común. En este país de extremos siempre nos ha resultado mal imitar a otros, porque caemos fácilmente en la tentación del atajo y solemos quedarnos en lo superficial. Ese complejo de inferioridad con respecto a nuestras posibilidades es quizás lo que nos ha impedido tener una imagen solvente de cara al exterior. Y si esto es un pecado nacional, que decir cuando llega al paroxismo regional. Al final no nos queda mas remedio que reconocer que lo universal está mas cerca de lo que pensábamos y que si hemos de trascender será trabajando mas en poner al día nuestra propia cultura, que en alimentar franquicias en las que solo somos comparsa y poco mas. En otras palabras: tenemos mas posibilidades como digna cabeza de ratón que siendo una de las moscas que pululan en la cola del león.

Pero volvamos al libro. COCINANDO EN TIEMPO DE VERANO es un recetario oportuno para los días que corren. Llegó el buen tiempo. Si paseamos por los caminos de la huerta que aun queda, entre los chalets a medio hacer, podemos observar como los pequeños bancales resucitan. Los frutales abandonados se han vuelto a podar y en el ambiente flota el aroma de azahar, los corrales se pueblan de huevos frescos, gallinas y conejos, salidos de un pasado que pretendíamos olvidar. En el mar menor los pescadores hacen caldero a pie de playa con las morrallas de la pesca del día. Los mercados, centros de vida y paraísos de nuestra cultura mediterránea, huelen mejor que nunca. ¿Acaso no es una “performance” de energía exultante la plaza de Verónicas un sábado por la mañana? ¿Porqué razón tendríamos que abandonar estos últimos lujos que aún nos quedan? ¿A cambio de qué Big Mac con extra de pepinillo hemos de hacerlo?  Para los que no hemos probado manjar mas exquisito que la tortilla francesa de nuestra abuela o el potaje de acelgas con almendras de nuestra madre, pero que no podemos renunciamos al deleite de los contrapuntos o la sorpresa de una nueva experiencia, el libro de Antonio es un puente tendido entre esos dos mundos (tradición y vanguardia) que nunca debieron perder sus vínculos y que sólo pueden separarse desde posiciones estrechas como el purismo o el esnobismo.

Al igual que muchos pintores, confieso que me encanta la cocina. No solamente sentado a la mesa sino también con delantal. Nunca tomo como algo personal una mala crítica a uno de mis trabajos plásticos, pero reconozco que siento como fracaso un sonoro silencio sobre una de mis ensaladas o mi olla gitana con huevos escalfados. Dice a propósito de la pintura Roland Barthes “La pintura es hija de dos madres: la cocina y la escritura ”. De la cocina ha heredado la alquimia de la mezcla y la cocción, la gracia del aceite instalándose entre los huecos de la materia. De la escritura, la infinita polisemia de los signos y el rastro de la tinta que estría la superficie del territorio blanco. Tal vez por eso la historia de la pintura ha dado buenos cocineros ya sea por placer o por necesidad. De esto tenemos infinidad de ejemplos: Leonardo da Vinci confesaba sin rubor preferir los fogones de su taberna milanesa de LOS TRES CARCOLES a los encargos pictóricos del Conde Ludovico. Tanto es así que LA ÚLTIMA CENA pintada en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie es una de las obras mas deterioradas del renacimiento gracias a los apresuramientos y desganas sufridos en su preparación, mientras en el cuaderno de notas de Leonardo quedan reflejados el sinfín de menús que el maestro hizo preparar a sus discípulos como modelo para la composición. Una labor que lo tuvo de cráneo hasta que dio con el definitivo: Cristo y los apóstoles degustaron finalmente una anguila de río a la parrilla con rodajas de naranja. Un plato austero a la par que sofisticado, sin duda. Y que decir de los obsesivos retratos de frutas de Giuseppe Archimboldo, del embelesamiento carnal de Rembrandt pintando EL BUEY DESOLLADO, de las recetas del suizo Paul Klee, o de Gauguin, el buen salvaje, cuando armado de paciencia intenta educar a un desastroso Van Gogh diciéndole: “Nadie puede cocinar con semejante desorden, hay que poner todo en su sitio . Te lo enseñaré, coge unos tomates, los pelas, les sacas las semillas, los cortas en pequeños cubitos... un poco de albahaca fresca... unos pedacitos de queso. ¿Ves? Los colores se complementan... le agregas un poco de amarillo del aceite de oliva y ya está, no necesitas recetas, debes usar tu imaginación. Recuérdalo, cocinar es como pintar.”

Seguramente estaréis pensando a que vienen todas estas historias sobre pintores cocineros y demás zarandas. La verdad es que me apasionan estas pequeñas curiosidades o quizás quiera justificar mi presencia aquí y abordar de alguna manera lo que me vincula al libro: las ilustraciones.
Sinceramente reconozco que me hizo mucha ilusión que Antonio me confiara este encargo, y que desde el primer momento mi cabeza no paró de darle vueltas. Leí varias veces las recetas intentando empaparme del aroma que Antonio había destilado para corresponderle con unas imágenes que le hicieran justicia. Como en toda cocina que se precie, en la mía hay una estantería reservada a libros de recetas y obviamente me fijo mucho en las ilustraciones. La verdad es que los estilos son infinitos y se han hecho verdaderas maravillas, en este país tenemos unos ilustradores inmensos. Confieso sin embargo que las fotografías de cocina me dan cierto asco, incluso las mejores. Ya se que es una manía personal pero hay algo excesivamente pornográfico en la veracidad fotográfica de un asado de cordero. Los brillos, la intensidad del color me recuerdan a los libros de anatomía patológica, en fin que me quitan el apetito. Sin embargo cuanto mas libre es el estilo mas se excitan mis papilas. Uno de esos libros es un recetario titulado Manual de Cocina Práctica. Es una edición de los años 60 con un prólogo de los que empiezan mas o menos como: “Amable lectora, quisiera felicitarte por la decisión de adquirir este libro de cocina ya que demuestra tu inquietud por perfeccionar el arte de la alimentación que para una ama de casa es algo primordial…” tiene sin embargo unas ilustraciones anónimas con un buen gusto y una elegancia que me atrapa. Son una sencillas formas hechas con tintas planas a modo de collage, pero que resuelven con modernidad los temas del libro. Adoro el estilo post-cubista de esa época, es el mismo de las carpetas de los discos de jazz de nuestra adolescencia. Hay una ingenuidad balsámica en esos dibujos, una vocación utópica que me transporta a tiempos donde todo lo que estaba por venir era inevitablemente mejor. El caso es que inspirado por esas páginas me puse a jugar en el estudio con varios papeles de colores, recortando formas que poco a poco iban adquiriendo volumen: un pescado, un muslo de ave, un trozo de tarta, etc… Desde luego no pretendía ilustrar al pie de la letra las recetas, sino recrear el espíritu lúdico y veraniego con el que están escritas. Cuando ya tuve compuestos todos los elementos me dispuse a pegarlos sobre unos fondos que había preparado, pero al intentarlo noté que se encogía la libertad con las que habían sido construidos. Pensé entonces de nuevo en las fotografías de comida y en que evidentemente no me gustan, pero de los platos sueltos nunca he dicho nada, así que abrí un armario de mi estudio donde tengo restos de diversas vajillas que han ido llegando sin saber como y me puse a conjugarlos con los collages un poco sin querer, queriendo. Y de nuevo ¡zas! la magia de las formas ante mis propias narices. “Estas son las ilustraciones para este libro” pensé al verlas. Así que ahí están, espero no haberme equivocado y que aporten un poco de sabor a los ojos mientras intentamos cocinar una de las sabias recetas de Antonio.

Bueno, ya voy acabando y no quisiera hacerlo sin aprovechar para agradecer a Joaquín Dicenta el buen gusto en el diseño de esta edición. Y como no, felicitar a mi amigo Antonio Gras y a la editorial TRES FRONTERAS por este libro. Estoy seguro que cuando llegue septiembre las páginas de cada ejemplar de COCINANDO EN TIEMPO DE VERANO será un mapa de manchas y subrayados, ya que esa es la mayor gloria de un buen libro de cocina.


Murcia 14 de abril de 2011

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