lunes, 6 de septiembre de 2010

Máquina de sombras

Incidir sobre la fachada de un edificio es un reto para cualquier artista. Las características de la imagen y su interacción con un material tan caprichoso como el cristal, así como su relación con el entorno lo convierten en un trabajo a la par delicado y apasionante. Hay que tener presente la responsabilidad que supone la influencia de una obra de este tipo sobre el espacio público, pues se trata de invadir el paisaje urbano con la máxima moralidad. Obviamente no es hasta ahora, que veo el proyecto acabado, cuando valoro con claridad la magnitud del mismo y el atrevimiento de todos los que hemos intervenido en él.

De mi experiencia como escenógrafo he aprendido a valorar el tamaño del gesto y su transposición a otros materiales como un arma de doble filo. Si bien es cierto que toda mancha con cierta naturalidad se embellece al aumentar, también lo es que sus problemas se hacen más evidentes dejando al descubierto los defectos que permanecen ocultos cuando sólo es un boceto.

Mi primera preocupación fue crear una imagen que no perdiera vigor al crecer. Había que tener en cuenta que iba a dividirse en tres lados, lo que daba lecturas parciales ya que desde ningún punto de vista puede verse en su totalidad, máxime cuando la propia orientación de las fachadas somete al dibujo a tres luces diferentes. La imagen debía tener por tanto una composición general y otra fragmentada que a la vez fueran autónomas. El color también me preocupaba ya que podía construir una gama propia, pero al tratarse de un muro de cristal lo que se reflejara en él era difícilmente controlable, así que desde el primer momento opté por un marcado claroscuro ya que prefería dejarle la responsabilidad de la entonación a los tonos que el cristal absorbiera en cada situación. De esta forma, el color tendría un carácter siempre natural. Y quería a su vez introducir un efecto dinámico para contrarrestar la neutralidad de la arquitectura.

Los primeros bocetos me llevaron a formas acuosas con medias tintas y ritmos sinuosos, pero la propia estructura del edificio rechazaba una intervención tan vaporosa y corría el riesgo de crear una gran “Chinoiserie”(1). Opté inmediatamente por ritmos estructurales que tuvieran la presencia suficiente para competir con cualquier incidencia visual externa y aunque me acercaba a una solución interesante debía procurar no caer en una construcción excesivamente fría, ni acompañar con mi intervención el propio carácter minimalista del volumen. Necesitaba una estructura que evocara una presencia y que simultáneamente fuera sutil. Una de las cosas que más me estimulan creativamente cuando viajo a África son las construcciones precarias hechas de madera, hierro y tela. Esas estructuras de aparente fragilidad son una lección de ingeniería (de ingenio) que sin embargo no renuncia a toda la carga emocional de lo físico. El hecho de que la geometría esté realizada sin herramientas, casi a mano alzada, la “calienta” de forma que la hace más humana. Tal vez nuestra tradición tecnológica esté lejos de un uso más humanista de la geometría al considerarla simplemente una herramienta y no un fin trascendental.

Tras varias semanas de búsquedas y encuentros, que pasaron por algunas piezas tridimensionales, estuve en condiciones de presentar una idea que sustancialmente se ha mantenido hasta su ejecución: la imagen de una máquina, más concretamente su sombra, como metáfora de un movimiento orgánico y primitivo que fabula la rigidez del prisma. Inevitablemente acudían a mí durante este proceso las grandes obras de gestas que desde “La batalla de San Romano” de Paolo Uccello, hasta el “Napoleón” de Abel Gance han trufado nuestra tradición visual. A veces veo el conjunto como la sombra de una batalla en tres fotogramas encadenados.

El dibujo entraba en un proceso tecnológico, lo que significaba que se escapaba de mi único control, que apenas cabrían rectificaciones conforme tomáramos decisiones y que sin embargo había que tomarlas en los tiempos que marcaba la producción de la pieza. Ver crecer el gesto amplificado a través de las más de quinientas piezas de cristal ha sido una de las mayores emociones de mi trayectoria pues aunque podía reconocer cada zona, cada trazo, se me aparecían también totalmente nuevos. Como ajeno a mi, y por tanto más interesante.

Viendo ahora el edificio en toda su magnitud y mi escala frente a él, recuerdo cómo construí las maquetas previas y mi tamaño junto a ellas. Crear esta pieza fue como el divertimento de un gigante con una casa de muñecas. Ahora la pieza se ha hecho enorme, y la fidelidad ha sido tal que parece que el menguado he sido yo, como Gulliver al despertar. A veces mirado desde el suelo tengo la extraña sensación de que mi propio dibujo pudiera animarse y salir corriendo sin más.

Pero al fin ha llegado el momento de dejar que esta imagen se integre en la ciudad, contaminando y contaminándose, expuesta a las múltiples sensibilidades de los paseantes. Porque durante todo el proceso no he querido olvidar la premisa ilustrada del encargo: crear una pieza con vocación de obra pública desde la propiedad privada. Creo sinceramente que esa es la gran virtud de esta intervención y que el mérito es de todos los que hemos participado en ella.


Diciembre de 2008


(1). El término Chinoiserie se refiere a un estilo artístico europeo que recoge la influencia china y se caracteriza por el uso de diseños propios del país asiático, la asimetría, caprichosos cambios de tamaño, el uso de materiales lacados y abundante decoración. La Chinoiserie entró en Europa aproximadamente en el último cuarto del siglo XVII y su auge se produjo a mediados del siglo XVIII, cuando fue asimilado por el rococó.

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