En el principio fue la huella, es decir, la luz y el calor del cuerpo sobre una superficie: la rocosa pared de una cueva. Después, el efímero lienzo de la arena de la playa, la blanda carne de la arcilla o la roja carne tatuada de un rostro, de un hombro, de un hombre, la seca epidermis del pergamino, el infinito plano-aleph de una hoja de papel… Marcas, improntas, registros del hombre-hombre, del hombre-niño, del hombre-loco, del hombre-artista, energía pegada -como una costra o una epifanía- a las superficies de la creación.
Pero el tiempo ha pasado y ha pesado. El incesante crecimiento y protagonismo de las nuevas herramientas tecnológicas, especialmente las de genealogía digital, ha ido alumbrando en muchas ocasiones, por su complejidad y sofisticación, unos productos artísticos excesivamente distantes y anónimos, unas auras demasiado frías, una ausencia casi total de calor y color humanos. La desaparición de esa huella, de esa luz. Así, la físicidad, la temperatura manual, el cuerpo de la materia, parecen batirse en retirada hacia sus cuarteles de invierno (o de infierno), ante las eléctricas y virtuales acometidas de la(s) tecnología(s).
Les recuerdo que ya a principios del siglo pasado, André Breton formuló la pregunta “¿por qué hemos de convertirnos en esclavos de nuestras propias manos?”, con lo que aparentemente condenó al destierro del Planeta Arte a lenguajes como el dibujo y la pintura.
Sin embargo, y pese a las continuas actas de defunción levantadas por sus sempiternos sepultureros, lo cierto es que el dibujo, como expresión de lo inmediato y lo espontáneo, del gesto y de la idea, y la pintura, esa pura y dura tarea de contar, vivir y explicar el mundo por el arte de magia del color, del lienzo o del papel, (re)nacen constantemente con nueva fuerza, con nuevas ideas. Y descubrimos que las manos no tienen por qué convertirnos en sus esclavos, como temía Papá Bretón. Las manos piensan y pueden abrir puertas que ni siquiera aún hemos soñado traspasar.
Yo estoy seguro de que en una empresa tan quimérica y apasionante como ésta también se encuentra empeñado Ángel Haro. La búsqueda de esa huella primigenia, de la presencia física y psíquica de la mano, como prolongación del espíritu, del vestigio del gesto como si fuese una sombra arrojada sobre el campo de batalla de estas pinturas. Un arena que nuestro artista ha reducido conscientemente a la piel del papel.
Dentro de los estrictos límites ortogonales de cada cuadro ocurren muchas cosas. El área del rectángulo, no lo olvidemos, se despeja simplemente multiplicando su base por su altura. Pero el área de estas obras, es decir, el espacio de representación pintada, requiere de formulas compositivas y técnicas mucho más complejas, mucho menos previsibles.
Una extraña y equilibrada mixtura de gestos, trazos, rectángulos, estrías, manchas, ritmos, líneas, cruces, trayectos, óvalos, cuadrados y círculos va construyendo su prosodia. El gasto de pasión, de lucha, de fuego se compensa astutamente con el refrescante rigor de Madame Geometría.
Contaba Georges Braque, “Amo la norma que corrige la emoción”. ¿Porqué no completar nosotros?: “La norma que corrige la emoción” y la emoción que corrige la norma”. Y ese diálogo, a veces difícil, a veces sereno, a veces monólogo, es una constante que recorre, desde hace años, la geografía de sus pinturas. Así, la estructura conversa con el gesto nervioso y expresivo, lo tectónico se derrite en lo informe, la blanca sangre del dripping insemina los planos, la línea recta se transviste en línea curva, el arabesco se germaniza en damero y en retícula…
¿Han reparado en que la piel ardiente y eléctrica de la luz recubre estos papeles y los alumbra, de una forma casi física? Podemos sentir su calor al viajar por ellos con las yemas de nuestros ojos, de nuestros dedos. Luz tachada, velada, ennegrecida, aguada, semioculta, reticulada, ensuciada, herida por la arquitectura y el celaje del pastel negro y del óleo, pero luz al fin y siempre. Cuadrados-ventanas, óvalos-miradores, rectángulos-umbrales se encienden, y se apagan, como un paisaje urbano y nocturno.
El color no ha sido, en un principio, demasiado bien recibido en esta fiesta pintada. Las palabras de la noche: gris, negro, blanco eléctrico, sepia…hablaron durante mucho tiempo. Frases de oscuridad, de penumbra, de emborronamiento, de ausencia y olvido pero, también, de iluminación, de epifanía, de blanco cegador, de destello albino. Al parecer, en sus últimas obras Ángel Haro ha abierto la veda de los colores, de ciertos colores. El rojo, con casi todos sus matices, con casi todos sus nombres: carmesí, amaranto, rubro, púrpura, encarnado, granate, bermejo, escarlata, tinto, granza, ha tomado posesión de estos nuevos territorios. Y junto a él, una cálida cohorte de amarillos, naranjas y salmones dando calor y color. Sangre en el ojo, sangre en el cuadro, sangre en la sangre.
Sé que Paul Valery consideraba el dibujo, la poesía y las matemáticas como las tres grandes creaciones humanas. Es curioso, porque yo también las veo en estas pinturas. Veo el dibujo, en lo físico del trazo, en la manualidad del concepto, en la importancia de la materia, en el definitivo papel que juega el papel. Veo la poesía, en la modulación del color, en las puertas que se abren y se cierran, en el lirismo de la línea y de la mancha. Veo las matemáticas, en el rigor de las formas, en la construcción del espacio, en el código binario de los colores.
Y también, veo ciudades, veo interiores marcados, veo heridas, veo un funky melancólico, veo sueños amotinados, veo mares de sargazos, veo bosques sonoros, veo baladas, veo un mundo de repuesto, veo un campo de estrellas, veo ígneos y un gran rojo-blanco, veo una red para atrapar los deseos, veo una rapsodia para un ángel-haro-blanco. Veo, veo. ¿Y tú, qué ves?
Para la exposiición "On paper" 2004
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