miércoles, 1 de septiembre de 2010

Belfegor se hace escenógrafo (Pedro Gonzalez-Trevijano)

“Para semejante hombre, dotado de tal coraje y tal pasión, las luchas más interesantes son las que sostiene contra sí mismo; los horizontes no necesitan ser amplios para que las batallas sean importantes; las revoluciones más trascendentes y los más curiosos acontecimientos ocurren bajo la bóveda del cráneo, en el estrecho y misterioso laboratorio de su propio cerebro.”
(Palabras de Baudelaire referidas a Delacroix)

Belfegor, el eco de la sombra, el personaje televisivo de los años sesenta que vagaba sine die por las salas del Louvre, dejando un inquietante rastro sólo descifrable desde las mismísimas obras del Museo parisino, se ha transmutado en un avezado escenógrafo. Como lo oyen. Nada sorprendente, dado el interés, y hasta la empatía de nuestro artista, por la escenografía. Recordemos su participación activísima en La Gitanilla, El Círculo de Tiza Caucasiano y El Aviador, las tres obras de Paco Maciá, y en Caronte, de Enrique Santiago. La razón intelectiva de lo afirmado es sencilla de explicar: las distintas piezas que pueblan las Salas y Estancias del Museo de Bellas Artes de Murcia, aun siendo muchas y de técnicas muy variadas, resultan de extremadamente difícil, por no decir imposible conciliación narrativa, con las manifestaciones propias de un arte moderno de perfiles acentuadamente abstractos e informalistas. Aún así, siempre podremos retornar -aún a sabiendas de que ahora hablamos, seamos honestos, de literatura, y no de pintura- a la optimista invocación, incluso dejándonos engañar por un tiempo, de Pierre Reverdy: “Cuanto más alejadas y justas sean dos realidades reunidas, más fuerte será la imagen y tendrá más realidad poética y potencia emotiva.”

Un diálogo narrativo, al margen de la calidad de lo expuesto, tanto de unos (los residentes permanentes de la Colección del Museo) como de otros (en este caso, de nuestro artista invitado en el Proyecto museístico Asincronías), que no puede ser, por más que le pese a nuestra desafiante e iconoclasta sombra, de igual a igual. Que no puede decantarse en un semejante proceso discursivo. Que no puede argumentarse en un mismo plano ontológico. Que no puede conciliarse en un cercano lenguaje visual. Que no puede convivir en una compartida historia común. Que no puede congeniar una idéntica formulación creativa. Y que no puede tampoco tristemente, y Ángel Haro es un contrastado guerrero, pugnar de tú a tú. Aquí no hay pues oportunidad para descubrir, como en la novela de Michel Connelly, El Observatorio, asesinatos, si bien en este caso meramente artísticos, por el detective Hieronymus (Harry) Bosh, el Bosco, en homenaje al pintor flamenco del siglo XVI. Aquí no podemos adherirnos al célebre adagio de Joseph Joubert, recopilado en sus Pensamientos, de que “La imaginación es una segunda memoria.” La antítesis hermética entre un pasado resuelto y un presente abierto lo cercena.

Lamentablemente para Ángel Haro, la iconografía de las series varias sobre Las Mujeres de Argel, El rapto de las Sabinas, El almuerzo en el campo o Las Meninas, del Minotauro depredador que fue Pablo Picasso, quedan ya lejos en la historia, nunca mejor dicho, por lo que ésta tiene de tiempo finiquitado, cerrado e irreversible. Aquí no podemos disfrutar, como en la reciente Exposición Challengig the past (Retando al pasado) en la National Gallery, de la insolente actitud destructiva del malacitano con los trabajos de Ingres, Manet, Delacroix, Goya o Velázquez. Lo más, actuar de acompañantes, unos acompañantes que hasta tienen que ir, en este caso, como una maldición añadida más, un obligado paso atrás respecto de los artistas representados en el MUBAM. Y es que el momento temporal de las obras y la experiencia plástica de los artistas de las Estancias del Museo murciano se han indefectiblemente fosilizado. Se hallan, como las maderas encontradas del pintor Ángeles Ortiz en la Patagonia argentina en los años cuarenta del pasado siglo XX, y hoy en el IVAM de Valencia, inexorablemente petrificadas. Están, podríamos afirmar metafóricamente, extra comercium. No admiten intromisiones más allá de una llamada escenográfica y por tanto externa. Un paso atrás que impone, asimismo, otra significativa restricción: la de la minimización de los tamaños de las obras de Ángel Haro -que literalmente han desembarcado en el Museo-, y hasta el propio modo de interactuar con lo visitado en sus Salas.

Aquí, dicho en otros términos, el apetitoso saqueo a fondo, pues los tesoros -muchos de ellos especialmente llamativos para la vista- lo hacen atractivo, no es factible. No podemos transitar más allá del eco que reverberan las misteriosas sombras de sus pobladas paredes. Sin que lo afirmado implique, en el caso de Ángel Haro, una negación de su vitalismo artístico y de su compromiso ético. En palabras del joven poeta Carlos Marzal, en su obra Alma mía, “Cierra este libro abstracto,/ y sal a comprender lo que has leído./ ...¿Estamos a vivir?/ o es que no estamos.” Aquí no hay tampoco, por lo demás, muerte de la pintura de ninguna clase. Ni las aseveraciones de Duchamp al visitar el salón de la Aviación de París en compañía de Leger y de Brancusi -“La pintura se acabó. ¿Quién podría hacer algo mejor que esta hélice?”-, ni las amenazas de Malevich, Klein, Warhol, Manzini, etc., son aceptables en este complicadísimo diálogo que linda lo imposible.

Claude Lévi-Strauss se sentiría, a diferencia de nuestra preocupación, satisfecho con tal imposibilidad de coexistencia y retroalimentación. Para el padre del estructuralismo, sería reconfortante ver como el proceso devastador del arte moderno no es capaz -en este caso por parte del hacer de Ángel Haro- de quebrantar las nociones clásicas de espíritu, alma, hombre, sobre las que los griegos construyeron, allá en su añorada Antigüedad, los basamentos de la civilización occidental, la vida cívica de la polis. No se podrían poner en entredicho, afirmaría Strauss felizmente, en su obra Tristes tópicos, los detalles de un Ingres o los acordes de Rameau. Aquí el naufragio de la figuración, la necesidad de relatar una historia, esto es, la abstracción, no sería afortunadamente posible. La causa de de ello es fácil de describir: Ángel Haro se adscribe a un discurso y proceso creativo para el que, como diría Juan Eduardo Cirlot de la obra de Tàpies, el trabajo del artista no se centra ya sólo en la representación, sino en su más compleja elaboración; de la pintura en tanto que objeto real, que disfruta, desde su sólida materia, de una contrastada autonomía expresiva.

Sea como fuere, las sombras, la historia de su pasado -con los trabajos de Stoichita (Breve historia de la sombra), el libro de Chamisso (El hombre que perdió su sombra) o la obra de Hoffmannsthal (La mujer sin sombra)- y de su actual presente, están, no obstante, de plena actualidad. Por un lado, en la literatura, con la publicación, entre nosotros, de Una breve historia de la sombra del escritor norteamericano Charles Wright, cuyos poemas nos remiten, no poco, a las pinturas de Seurat y Caravaggio. Y en lo que nos importa ahora, en la museografía nacional. Me refiero a la paralela exposición que, con el título de La sombra, con el soberbio Retrato del Dr. Haustein realizado por Christian Schad como portada de su catálogo anunciador, se puede ver en el Museo Thyssen-Bornemisza. Aunque las diferencias entre ambas Exposiciones son conceptualmente abismales. En el Museo Thyssen, la sombra se halla inserta en el lienzo, está insita en la obra del artista, forma parte esencial de la narración compositiva y plástica de los lienzos, ya sean de antiguos o de modernos maestros: del Renacimiento, del Barroco, del Romanticismo y Postromanticismo, del Impresionismo, del Realismo Socialista, del Surrealismo, del Expresionismo alemán, etc.; por contra, en el Museo de Bellas Artes de Murcia, la sombra que mentamos es un añadido, y por tanto, postizo y externo, a las obras de sus Estancias.

Aun así, ¿a quién no le gustaría poder adentrarse, como un furtivo ladrón, en la fiesta visual que es, con complementos como el presente, la visita a un Museo? Desde luego que a Ángel Haro le ha agradado, basta con detenernos en sus anexionados y agregados trabajos, hacerlo. Hay en el artista, a pesar de estar situado en el honesto hacer de vanguardia, un respeto, y hasta un cierto gusto, por los Museos. Incluidas, como es el caso, por la proyección, natural o forzada, de sus sombras. Ya lo adelantaba José Bergamín, uno de los escritores de la Generación del 27, en sus Poesías completas: “El día que yo nací/ nació conmigo una sombra/ que no se aparta de mí.”

En este contexto de contradicciones, lo que hace Ángel Haro, aún no siendo tampoco sencillo, es intervenir en una historia visual. Convivir escenógráficamente. Compenetrar un dispar, pero factible expresivamente, ritmo visual. De aquí que el alter ego de Ángel Haro, el vagabundo Belfegor, cual remake del stevensiano Doctor Jekyll y Mister Hyde, se ha erigido en competente escenógrafo para venir a transitar y vivir, por un tiempo, a las dependencias del museo. Referenciado en términos más materiales, hay mucho ensamblaje en la Exposición, impedida, ya lo hemos adelantado, una competencia real entre los artistas del ayer y nuestro artista escenógrafo. Así las cosas, mi recorrido por la Exposición me ha retrotraído a la que realicé al Museo del Prado hace unos meses, con ocasión de la muestra Lepanto. Cy Twombly. En el Prado advertí la misma sensación con las obras del artista americano que hoy me embarga: la imposible conciliación narrativa, la quiebra dialogante entre el hacer antiguo, y por ende figurativo, y el moderno, esencialmente sin figuración. Y eso que nuestro hombre es, asimismo, un clásico que haría suyas las palabras, parafraseando a Simónides, de Von Goethe en sus Elegías romanas: “Miro con los ojos que sienten, siento con manos que miran.” Si bien, un clásico de otro tiempo: el de la modernidad. Existen, asimismo, ciertas analogías con otros antecedentes de esta fórmula de exhibición que contrasta obras tan dispares y, en este sentido, destacaría un sutil paralelismo con la exposición de escultura contemporánea puesta en escena en el mismísimo Museo Británico de Londres en otoño de 2008. “Statuephilia” daba nombre a esa atrevida muestra donde, por ejemplo, una áurea y discutida Kate Moss rivaliza en belleza con unas pétreas e indiscutibles estatuas griegas. Sofisticación moderna versus esplendor pretérito.

Pero detengámonos, aclarado lo antedicho, en algunos de los trabajos del enérgico Ángel Haro. A la entrada de la Exposición, en su pórtico, nos damos de bruces con su Sombra naufraga, un conseguido homenaje al romanticismo dramático de La Balsa de Medusa de Théodore Géricault. Un lienzo por el que siente -y no me sorprende- fascinación estética, y quizás hasta empatía moral. Respecto a lo primero, las ideas de tragedia, fracaso y encuentro, en una situación existencial límite -la balsa estuvo flotando frente a las costas de África occidental doce días-, presiden la obra del artista nacido en Rouen. En cuanto al compromiso ético, también hay complicidad con el pensar de Ángel Haro: la creencia en una moralidad anclada en la condición humana, en el valor de la libertad del hombre y en sus correlativas consecuencias de responsabilidad, virtud y valores. Aunque sin la aspiración por parte del pintor a erigirse en instructor de una virtud con trascendencia pública. No es una casualidad, en suma, que el reciente libro coordinado por Carlos Gómez y Javier Muguerza, La aventura de la moralidad, haya escogido, para una reflexión desde la Historia de las Ideas Políticas y la Ciencia Política, dicho lienzo para su comprometida portada.

Y de ahí arrancamos, como advenedizos belfegores, aunque de día -al carecer de los poderes taumatúrgicos del principal silente personaje- nuestro expectante deambular. Así, en del Renacimiento, la más clara del Museo, nos hallamos con una advocación, ¡qué mejor comienzo cronográfico!, de una obra titulada, precisamente, Belfegor. Nuestro artista, nos anticipa, sin ambages, lo que veremos más adelante con detalle: sombras, reiteramos otra vez, dada la imposible conciliación discursiva y narrativa entre dos existencias y dos tiempos. Los lienzos de Jacobo Florentino, Jerónimo Quijano, Hernando Llano de Almedina, Juan de Vitoria, Joan de Joanes y Pedro de Orrente, escapan a ser aprehendidos, en concordante comandita, con lo realizado en nuestra época. Quizás, eso sí, queden en el aire las reminiscencias de los demonios de la Estancia. Pero tales remembranzas no nos permiten, ¡qué le vamos a hacer!, identificarnos con los sugerentes cánticos shakesperianos de El sueño de una noche de verano: “El ojo del poeta… mira del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, y mientras su fantasía va dando cuerpo a cosas aún desconocidas, su pluma las convierte en formas y da a la nada impalpable un nombre y un espacio de existencia.”

La sala del siglo XVII es, por el contrario, más oscura. Los sujetos dominantes son, con indubitada potestas, los representantes de un arte oficial: Mateo Gilarte, Lorenzo Suárez, Nicolás de Villacís, el obrador de Pedro de Orrente y Nicolás de Bussy. En ellos predominan, a nuestro parecer, los negros y los rojos, los rojos y los negros. Su poblador principal es la impresionante escultura San Francisco de Borja, con la coronada calavera rojiza de Isabel de Portugal en su mano izquierda, del señalado Nicolás de Bussy, que se hace con el espacio y hasta con el aire. La torsión y la tensión, sin embridage posible, del manto negro del santo español, domina y fagocita la Estancia. Ello explica la ubicación de dos obras de Ángel Haro, Vanitas I y II, que actúan pues como acompañantes, como comparsas, de nuevo meramente visuales, de lo que acontece entre los rojos y negros, los negros y rojos, y la torsión y tensión del manto santo.

En la pintura del siglo de oro, el espacio expositivo más importante del Museo, nos recibe la pintura española barroca: Ribera y Murillo. Sobre todo, los trabajos de José de Ribera, el Españoleto, de lo mejor del museo, con su San Jerónimo como escrituario; la Crucifixión del buen pintor sevillano me resulta, en cambio, de orden menor. Y no quiero olvidar los trabajos de Valdés Leal y del obrador de Zurbarán, con su Alegoría de la Eucaristía. Aquí, Ángel Haro ha situado su matérica Sombra martir. Ésta se presenta como un espejo del lienzo de Murillo. Una admonición suprematista de la figura de Cristo, que aparece, ante nuestros ojos, de forma machacada -se incluye además un sky board en la zaherida composición-. Su fondo, su sintiente y golpeada superficie, nos impele, asimismo, desde unas manchas blanquecinas, que encuadran, iluminan y circundan los destellos de los mentados lienzos barrocos. Hay pues una reflacción de los propios marcos de los buenos cuadros barrocos. Frente a las “Palabras-valija” de Lewis Carroll, podríamos quizás acuñar ahora, como hacía el surrealista Eugenio Granell, en sus Historias de un cuadro, las “Formas-valija.”

El contenido de las estancias del Gabinete no sorprende a quienes conocemos el trabajo de Ángel Haro. Nuestro artista ha situado en ella un maravilloso Bitácoras protegido en una cerrada vitrina. Unos libros de presencia frecuente en su hacer; unos libros viajeros más allá de nuestras fronteras, a otras tierras de Europa; en concreto, a las de la antigua Flandes, allá por el año 2007, en la Galería NKA (Bruselas), más atraídas por tales quehaceres artísticos y artesanales. Todo un deleite para la visita en una Sala donde conviven diversas manifestaciones artísticas, como las artes decorativas, ediciones de libros antiguos, cobres de imprenta, estampas religiosas en papel de los siglos XVI al XVIII. Y, de forma especial, los excelente grabados de Piranesi que encuentran en el Libro de Ángel Haro un buen acompañante.

Pero hay más cosas que reseñar. En la sala de la Ilustración nos relacionamos con excelentes piezas de la Escuela de Francisco Salzillo, que son, de nuevo, de lo más destacable del Museo. Y aquí nos acompaña Narciso, construido y erigido sólidamente como una mesa apegada al suelo. Un Narciso del que todavía no sabemos si terminará sus días, como el hijo de Cefiso y de la ninfa Leiríope, languideciendo de pena por no poder alcanzar su imagen en unas reflactarias aguas. Otra vez, Ángel Haro juega con el reflejo de los cuadros en el suelo, angostándose o dilatándose, que es sustituido ahora por otro reflejo. A saber, el reflejo de su obra. Un fenómeno de orden visual que nos permitiría, como a Hamlet y Polonio, dialogar acerca de las cosas y seres que se descubren en unos espejos que bien podrían ser venecianos.

Sigamos adelante. Los ladrones no pueden detenerse demasiado tiempo en nuestro paseo andante; cuales atropellados belfegores diurnos tenemos que proseguir. Y así, en La Puerta de Maríchaves nos damos de bruces con El sueño de Marichaves, unas exotéricas llamadas a lo íntimamente pretendido por el autor en el invadido Museo. Más adelante, pero en la misma secuencia, nos encontramos, en la Logia con el Corazón de Maríchaves, con una hermosa tinta china, que hace de recurrente llamada con la precedente.

En la sala dedicada al Academicismo y Eclecticismo nos da la bienvenida la pintura más academicista en un entorno compositivo ecléctico y dispar: José Pascual y Valls, Rafael Tegeo, Germán Hernández Amores, Juan Martínez Pozo o Domingo Valdivieso. La respuesta de Ángel Haro, seguramente donde el diálogo de alteridad es todavía más difícil, ha sido situar alrededor de un piano-clavecín y órgano, su iconoclasta Tema principal. En él se muestran seis piezas circundantes al complejo aparato musical, con la finalidad de transformar a los ilustres retratados de las paredes, ya sean jóvenes o mayores, en atentos escuchantes de su música. Una música que nos rememora, otra vez, la extensa y tupida sombra, nunca mejor afirmado, de Africa en su quehacer. En esta ocasión, la de Los Tambores de Burundi, donde los buenos músicos de aquellas tierras africanas tocan con el auxilio de partituras con manchas, ya que aquellos parajes ignoran las letras musicales.

La sala del Regionalismo nos inunda y embriaga con motivos regionalistas y costumbristas varios. Una pintura que Duchamp calificaría seguramente de pintura retiniana. Aquí hallan cabida los coloristas lienzos de José María Sobejano, Manuel Pícolo, José María Alarcón, Antonio Gil Montejano e Inocencio Medina Vera -denominado con razón el “Sorolla murciano”-, Benlliure, etc. Entre ellos, entre lienzos y esculturas de tan lejanas preocupaciones a las de hoy, Ángel Haro nos ofrece su Nocturno. Un collage -la sola visión de esta técnica moderna habría provocado el mayor desconcierto, si no el grito de negación más radical entre los moradores de la Sala- inspirado, aunque sólo pueda serlo ideológicamente, en el sugerente lienzo El crimen de la taberna de Miralles Serrano. La obra de Haro se articula como una pieza acusadamente alargada, fundada sobre una secuencia bicolor, pero ejecutada, en tanto que tríptico, y heredero de las composiciones medievales del Beato de Liébana como del expresionista Rothko, en tres fases discursivas, de colores blancos, marrones y blancos. El marrón representado, en este caso, por un matérico elemento: la marrón madera. Una madera petrificada que, como tantas otras cosas y experiencias, han viajado con el buen artista murciano desde su recurrente Mozambique. Un retablo, una estructura pictórico-escultórica, una llamada telúrica perfilada sobre una secuencia de colores muy leves: primero, la noche (Ángel Haro), seguido por la tarde (Medina Vera) y la noche (de nuevo, Medina Vera). O, ¿por qué no?, expresivo, al menos literariamente, del devenir humano: infancia, madurez y muerte.

Finalmente, la sala de Alegorías decorativas y Paisaje nos confirma lo que barruntábamos. Ángel Haro ha decidido, por fin, conquistar, aunque con cuidado, la estructura compositiva y plástica del Museo. La excusa, pero podían haber sido otras, son ahora las pinturas de Carlos de Haes e Ignacio Pinazo, que se unen a los lienzos de Manuel Wssel de Guimbarda, Obdulio Miralles o Inocencio Medina Vera, así como algunos bocetos de Federico Mauricio Ramos y composiciones de flores de Pedro Sánchez Picazo. No esperaba otra cosa de él. Y me hubiera ido desencantado de no haberlo ejecutado. Había que poner término a tanta autorestricción, a tanta voluntad contenida. Todo lo que implica el asalto de la rabiosa pintura moderna se hace visible, ahora, en una dimensionada obra: Negra flor. ¡Al tiempo, son las insalvables contradicciones de la modernidad, un homenaje a la delicada escultura La Bañista de Odoardo Tabacchi! Creo que Ángel Haro se daría por satisfecho, si con su trabajo consiguiera el cambio de ubicación en la Sala de la obra del escultor italiano. Hoy aislada, e incomprensiblemente situada, como un personaje secundario, en un lado de la Estancia.

Nos movemos, ciertamente, ante una obra, Negra flor, muy suya. Representativa de sus últimas pulsiones. Un trabajo de estructura pura, sin artificios, sin accesorios, sin florituras, sin ropajes que distraigan el recto y derecho discurso. No hay arabesco gestual. Estamos ante una creación directa, franca, sin intermediación. No conviven retoques, ni remozados. Y menos aún excesos de decoración. Gestada la frontal y entrópica composición, Ángel Haro se ha circunscrito, lo más, pero era necesario, a trazar a posteriori un círculo -sabemos por él, que con el auxilio de una escoba mojada en agua sucia-. ¿Intentaría con el círculo incorporar las hasta ahora inasibles obras del mausoleo, que es todo museo? La pregunta, y por supuesto la respuesta, quedan también en el inaprensible aire. Por más que al pintor pudieran quizás extrapolarse las siguientes reflexiones de un también escenógrafo y con pretensiones de Belfegor (vean al respecto su obra Study from the human body de 1949) del poderoso Francis Bacon, hoy de visita en el Museo del Prado: “El artista quizás sea capaz de abrir, o más bien, diría yo, destrabar las válvulas del sentimiento y, en consecuencia, volver al observador a la vida más violentamente.”


Para la exposición "Belfegor" 2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario